Sorteando Obstáculos
Hace dos décadas, Mario Bros se hizo mundialmente
famoso. Se trataba de un sencillo personaje de vídeojuego que se pasaba toda su
existencia dando saltos y esquivando variopintos peligros hasta llegar a la
meta trazada para cada nivel de juego. Si lo pensamos fríamente, pasar un rato
jugando con Mario Bros resultaba una experiencia de lo más estresante. Pero la
gente se enganchaba a ello y algunos se podían pasar horas pasando pantallitas
en sus videoconsolas.
La vida real siempre acaba superando
cualquier ficción y la mayoría de las personas nos pasamos la vida como Mario
Bros. Nosotros no tenemos que saltar de
una plataforma a otra ni pelearnos con plantas carnívoras, pero cada día tenemos
que superar muchos obstáculos, poniéndonos a prueba en cada uno de ellos. Porque
vivir nunca ha sido fácil ni tampoco gratis.
Para nuestra suerte o nuestra desgracia,
somos organismos biológicos y, como tales, necesitamos nutrientes para que
nuestras células puedan mantener nuestros órganos vitales en funcionamiento y
una serie de recursos que nos permitan protegernos de las inclemencias climáticas
y de muchos otros peligros. Cuando éramos cazadores-recolectores todo nuestro
cometido en la vida era alimentarnos, sobrevivir y procrear. Vívíamos poco y lo
hacíamos al límite. Para sobrevivir, había que tener bien entrenados los
reflejos, ser muy flexibles y actuar con mucha rapidez. Si te entretenías a
dudar, podías darte por muerto.
Aunque pueda parecer que los humanos de ahora
ya no tenemos nada que ver con aquellos ancestros nuestros del tiempo de las
cavernas, la complejidad del entramado social en el que intentamos sobrevivir
nos obliga a retomar algunas de las estrategias de aquellos primeros humanos.
Ahora no tenemos que matar ni descuartizar a ningún animal para alimentarnos, ni
tampoco curtir sus pieles para vestirnos con ellas. Pero seguimos necesitando
de ese alimento y de esas prendas. Igual que tenemos que pagar por esa casa en
la que vivimos, por esa electricidad sin la que ya no sabríamos vivir, por el
agua corriente que utilizamos todos los días o por el acceso a internet. También
tenemos que pagar impuestos, llenar el depósito de gasolina o comprar medicamentos cuando estamos
enfermos. Y para todo eso necesitamos algo que nuestros antepasados
desconocían: el dinero. Conseguir dinero, cuando el trabajo escasea, se
convierte para mucha gente en una verdadera odisea para la que nadie está
preparado.
Hasta hace un par de décadas, la mayoría de
la gente que trabajaba confiaba que podría acabar jubilándose en ese puesto de
trabajo. Se hablaba del trabajo fijo como de una garantía que te permitía poder
relajarte al convencerte de que podrías cubrir todos tus gastos, sin tener que
preocuparte de seguir formándote para acceder a algún otro empleo.
Si algo nos ha traído la globalización es la
certeza de que esos tiempos ya se han terminado y no van a volver. Los nacidos
entre finales de los 60 y los 70 fuimos la primera generación de la democracia
, pero también vamos a ser la primera generación que va a acabar viviendo peor
de lo que lo hizo la generación de nuestros padres. A ellos les tocó trabajar
muchísimo y desde muy jóvenes, pero no conocieron la precariedad laboral del
modo en que la estamos sufriendo nosotros ahora y tienen garantizada su
jubilación, cosa que la nuestra es toda una incógnita. Y, si miramos las
generaciones que nos han ido sucediendo, vemos que aún lo van a tener peor que
nosotros. Como Mario Bros, vamos a tener que pasarnos lo que nos quede de vida
saltando de un empleo a otro, enlazando una formación con otra para mantener
nuestros contenidos constantemente actualizados. Los sentidos siempre alerta
para poder divisar desde lejos cualquier obstáculo que vayamos a encontrarnos
en el camino y poder medir bien el salto para esquivarlo. Como nuestros ancestros del Paleolítico, no
podemos permitirnos el lujo de dudar, porque la duda puede condenarnos al
ostracismo. Hemos de aprender a vivir cada día como si pudiese ser el último.
Aprovechar cada una de las oportunidades que nos vayan saliendo al paso y no
descartar ninguna opción por descabellada que nos pueda parecer de antemano.
Ceñirse a lo conocido y cerrarse en banda
ante la idea de probar otras opciones sólo contribuye a empeorar la situación
de la mayoría de las personas que han perdido
sus empleos y temen enfrentarse a empresas nuevas, con entornos distintos
y salarios más bajos de los acostumbrados.
Esos temores son perfectamente comprensibles, dado que a nadie le gusta
la idea de llegar a sentirse estafado y menos aun cuando el profesional en
cuestión puede aportar amplios conocimientos y sobrada experiencia en un puesto
similar. Pero, por precarias que sean las condiciones laborales de las ofertas
de trabajo que reciban esas personas, mucho peor es la alternativa de estar en
situación de paro, dependiendo de una prestación que tiene fecha de caducidad o
incluso habiéndola agotado. Todos tenemos derecho a preservar nuestra dignidad
y a reservarnos el privilegio del orgullo, pero ese orgullo no nos sirve para
pagar las facturas que tenemos que pagar cada mes. Si en el pasado tuvimos un
trabajo mucho mejor que el que nos ofrecen hoy y percibimos un salario que no
se acerca ni de lejos al que están dispuestos a pagarnos ahora, alegrémonos por
la suerte que tuvimos mientras pudimos disfrutarlo, pero no perdamos el tiempo
ni los nervios cayendo en comparaciones tan odiosas como inútiles. El cuerpo
humano necesita combustible cada día y nuestras deudas tienen que seguir
pagándose. Si tenemos una oferta de trabajo, sea la que sea, aceptémosla y
adaptémonos a nuestra nueva realidad. Otros no tienen tanta suerte.
Que no se puede gastar tanto, pues gastemos
menos. Que no podemos viajar como antes, pues leamos libros de viajes o
paseemos más por nuestros montes o nuestras plazas. La cuestión es garantizar
nuestra supervivencia y potenciar otros valores que no tengan nada que ver con
el dinero. La crisis de la que aún no hemos salido, no es una simple crisis. Es
un cambio de paradigma, un toque de atención para concienciarnos de que no
podemos seguir inflando burbujas e instalándonos a vivir en ellas. Siempre ha
habido ricos y pobres. Para que las cosas funcionen tiene que seguir siendo
así. Sin los unos no vivirían los otros. Si todos fuésemos ricos, nadie
trabajaría, Nadie produciría todo lo que necesitamos para alimentarnos y para seguir avanzando. Acabaríamos muriendo
porque el dinero no se puede comer. Si todos fuésemos pobres, tampoco nadie
trabajaría, porque no habría empresas donde hacerlo. Nadie podría pagar
salarios y el mundo sería un auténtico caos.
Para que la sociedad esté equilibrada, tienen
que haber empresarios y trabajadores. Y los segundos no pueden tener los mismos
privilegios que los primeros, porque no cuentan con los mismos recursos para
mantenerlos. Si algo hemos aprendido de
esta última crisis es que cada vez que los pobres se creen ricos y empiezan a
contraer hipotecas superiores a las que podrían pagar con sus nóminas, acaban
quedándose sin sus casas y haciendo más ricos a los ricos que acaban
adquiriéndolas por un precio irrisorio en las subastas. Lo mismo pasó con
muchas de las pequeñas empresas que acabaron cerrando o liquidadas en concursos
de acreedores. Sus pobres gerentes acabaron en la ruina de por vida y las grandes
empresas que acabaron adquiriéndolas a precio de saldo, han ganado cuota de
mercado y se han hecho aún más fuertes. Si después de estas claras evidencias
seguimos creyendo que esta crisis se va acabar y vamos a volver a como
estábamos en 2006 es que no hemos entendido nada. Porque lo que hemos sufrido y visto sufrir a tanta gente
estos últimos ocho años es una consecuencia directa de aquellos años locos en
que todos jugábamos a vivir como si no hubiera un mañana. Pero sí hubo un
mañana y tuvimos que aterrizar en la cordura y aprender a vivir de otra manera.
Los políticos hablaban y siguen hablando de austeridad. Una palabra dura, que
ha acabado despertando muchos recelos y malestar. Quizá la cuestión no sea
tanto la idea de ahorrar o recortar, sino la de replantearnos qué es lo verdaderamente
importante y qué no. Repasar nuestra escala de valores y preguntarnos si nos
merece la pena ganar más dinero a costa
de perdernos el crecimiento de nuestros hijos o el poder estar más con nuestros
padres o con nuestros hermanos. Cuestionarnos si es mejor ofrecer un regalo
caro un par de veces al año, o darle a esa persona un beso todos los días.
Las casas, los coches o los caprichos de
marca son sólo cosas materiales. Cosas que
carecen de importancia, pero que llevan a mucha gente a hipotecarse la
vida entera. Pero, al morir, nadie se lleva consigo ninguna de esas cosas.
Llegamos desnudos y nos vamos vestidos con los besos, los abrazos y las
emociones que nos han hecho sentir.
Recolectemos más besos, sembremos más momentos que den pie a más emociones junto a
aquellos que queremos y nos quieren. Porque no hay en el mundo diamante capaz
de igualar el brillo de una mirada sincera, ni mejor morada que saberte en el
corazón de las personas que quieres.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Comentarios
Publicar un comentario