Estadísticas oficiales o Realidades sumergidas

Desde que empezó la crisis económica, los medios de comunicación no han dejado de asaltarnos diariamente y a todas horas con escandalosas cifras de parados que no han dejado de engrosarse ni de evidenciar la insostenibilidad de nuestros sistemas económico, sanitario y social.  Si esas cifras son tan ciertas como aseguran los expertos que se ocupan de su recuento, no cuesta mucho llegar a la conclusión de que 17 millones de cotizantes a la seguridad social no pueden sostener con sus impuestos y sus cotizaciones las necesidades de los 46,5 millones de habitantes que actualmente tiene nuestro país. Nos quejamos de los recortes en sanidad, educación, pensiones o ayudas sociales, pero los números son inflexibles: si no aumenta el número de trabajadores es inviable que los presupuestos puedan estirarse mucho más. Esa conclusión es la que se deriva del análisis de las estadísticas, pero es palpable que esas cifras no se corresponden con las realidades  que se hayan sumergidas en cada hogar, en cada barrio y en cada población, a lo largo y ancho del país.



No todas las personas que engrosan esas cifras están realmente desempleadas  y puede haber muchísimas que sí lo están y que no perciben ninguna prestación y no están contabilizadas en ellas.

Todos somos muy dados a criticar la corrupción en los políticos que nos representan en nuestros ayuntamientos, en las diputaciones, en los gobiernos autonómicos o en la Moncloa. Pero no queremos reconocer que la corrupción nos acecha a todos continuamente y que, pese a que manifestemos nuestro asco y nuestra más absoluta repulsa hacia ella, no todos estamos tan limpios como creemos. Cobrar la prestación por desempleo y dedicarse a trabajar en negro siempre ha sido una práctica muy extendida en este país, que con la crisis, se ha ido agudizando más hasta convertirse en un hecho escandaloso. Trabajadores y empresarios vulnerando sus obligaciones con hacienda y la seguridad social, sin parar de solicitar ayudas a las administraciones públicas. Ayudas que salen de las cantidades que nos retienen de la nómina todos los meses a los que trabajamos legalmente y llegamos a final de mes haciendo equilibrios si queremos cumplir con todas nuestras obligaciones.

Una parte de los perceptores de esas ayudas no son, precisamente, víctimas de la crisis. Son personas cuya actitud dista mucho de ser la adecuada para resultar seleccionados por cualquier empresa para alguna de sus ofertas de trabajo. Algunos de ellos llevan años sin trabajar, pero no por ello han dejado de engendrar hijos. Hijos que pretenden que les mantenga el estado. Son personas que se dedican a peregrinar por todos los organismos públicos para ver qué consiguen, y que están al día de cualquier nuevo programa de becas o prestaciones a las que pueden acceder. Los derechos los aprenden rápido, pero las obligaciones siempre se les resisten más.

Hace doce años, cuando todos vivíamos inmersos en la gran burbuja, muchas de esas personas tampoco trabajaban ni hacían nada por encontrar trabajo. En todo ese tiempo, a parte de ir de víctimas de un sistema en el que nunca han aceptado integrarse, no han hecho mucho más. Ni se les ha pasado por la cabeza intentar aprovechar las formaciones subvencionadas para reciclarse y poder tener más opciones futuras. Y, lo más triste de todo, es que desde los organismos públicos nadie les ha cuestionado nunca, ni les ha negado nada. Entre ese grupo de personas que apenas han cotizado, también se encuentran algunas que hace años que no han percibido ninguna prestación ni han obtenido ingresos de ningún tipo, pero se han habituado a vivir a costa de sus padres o de sus parejas y no hacen nada para intentar paliar esa situación. Encerrados en su propio círculo vicioso, aún esperan el milagro de que alguien les vaya a buscar un día a casa para ofrecerles el trabajo de sus vidas. Pero lo cierto es que no tienen idea de cómo podrían ganarse la vida, porque ya han perdido el hábito de trabajar y se han quedado muy atrás respecto a otros candidatos con los que tendrían que competir por cualquier puesto.

Un caso especial y muy sangrante lo constituyen personas que en su día no acabaron ni los estudios secundarios obligatorios. Son personas muy jóvenes, algunos no llegan ni a los 30 años. En su día, contagiados por la fiebre de la construcción, decidieron dejar las clases para trabajar con sus padres en las obras. Se acostumbraron a ganar mucho dinero y a malgastarlo sin ser conscientes de que aquella buena racha se podría acabar en cualquier momento. Cuando explotó la burbuja inmobiliaria, aquellos adolescentes explotaron con ella y despertaron de golpe en una realidad que les reservaba demasiados desencuentros. Algunos supieron reaccionar a tiempo y buscaron trabajo en fábricas, almacenes, supermercados o talleres. Pero otros prefirieron pasar un tiempo cobrando la prestación por desempleo, confiando en que la crisis de la construcción se resolvería antes de que la hubiesen agotado. Pero, para su desgracia, las cosas no sucedieron como ellos pensaban. Y ahora no figuran en las listas de desempleados porque ya no perciben nada y han perdido la esperanza de que el servicio nacional de empleo les pueda ofrecer ninguna oferta. Sus realidades están sumergidas, como la parte no vivible de los icebergs. Ellos no cuentan para nadie, salvo para sus familias. Víctimas de una educación equivocada, que les inculcó valorar más la cantidad que la calidad y olvidar lo fundamental por correr tras lo superfluo.

En la medida de lo posible, todos deberíamos contribuir a que ningún adolescente deje los estudios sin haber finalizado la ESO, porque el fracaso de esos jóvenes se convierte en el fracaso de la sociedad que conformamos entre todos.

Otro caso sangrante lo constituyen las personas que han perdido el trabajo con cincuenta y pocos años, después de llevar toda la vida trabajando en el mismo sitio, desempeñando todos los días las mismas tareas. Son personas que aún son jóvenes, pero que la mayoría de las empresas rechazan por considerarlas mayores y poco flexibles. Agotados los dos años de prestación por desempleo, aunque consigan una ayuda unos meses más, les es casi imposible vivir con ella. Tampoco les permiten jubilarse, por lo que su situación deviene desesperada. Pero, desde los ministerios de trabajo y de justicia, a nadie se le ocurre intentar proponer y aprobar nuevas leyes que se ajusten más a la realidad sumergida de nuestro país, que permitan la reinserción en el mundo laboral de estas personas que sí quieren trabajar, sí quieren seguir formándose y sí quieren hacer las cosas bien, pagando sus impuestos y cotizando para que puedan mantenerse sus derechos a una atención sanitaria de calidad, a unas prestaciones justas cuando estén desempleadas, a una educación óptima para sus hijos o para sus nietos y a una pensión digna cuando les llegue el momento de la jubilación.

Un caso especialmente duro, por lo injusto que resulta, es el de las muchas familias en las que el padre o a la madre, o a veces los dos trabajan, pero pese a ello no consiguen llegar a fin de mes. Porque los sueldos son escasos y los gastos se multiplican. La hipoteca y las facturas de agua, luz, gas o teléfono se llevan buena parte del sueldo y apenas les queda para comer. Sus hijos tienen que renunciar a la mayoría de las cosas que se pueden permitir sus compañeros. Cuando se organiza alguna excursión en el colegio, ellos no pueden ir y, si consiguen hacer las tres comidas principales del día, se pueden considerar muy afortunados. Cuando tienen que comprar libros, no siempre pueden hacerlo. Y, si acuden a su ayuntamiento a pedir alguna beca o prestación, les responden siempre lo mismo: que sus ingresos superan el mínimo permitido para acceder a esas ayudas. Estas personas llegan fácilmente a la conclusión de que no les ayudan porque son españoles, porque  a sus vecinos musulmanes sí les ayudan, aunque también estén trabajando. El caso es que no es que la administración haga distinciones entre españoles y extranjeros, sino que unos tienen una nómina y los otros no, aunque posiblemente perciban mayores ingresos  en negro que los primeros con contrato. Y, como es de esperar, los documentos siempre son los que mandan y los que acaban decidiendo la suerte de las personas.

Si los organismos públicos se dedicasen a hacer bien su trabajo, empezando por inspeccionar a los infractores y no a las empresas, los autónomos y los trabajadores que cumplen religiosamente con todas sus obligaciones, sancionando a los trabajadores que trabajan sin contrato y cobran prestación o denegando ayudas a aquellos que, en un tiempo determinado, no han sido capaces de reciclarse, seguro que las estadísticas resultarían muy diferentes. Ya no hablemos de adoptar otras medidas, como la de obligar a devolver todo lo defraudado a hacienda y a la seguridad social por todos los políticos, banqueros, empresarios, artistas o deportistas corruptos de nuestro país. Seguro que pasaríamos de estar prácticamente en quiebra a tener superhávit. Pero la posibilidad de adoptar  esas medidas no está en nuestra mano. Hay demasiados intereses creados en que las cosas continúen como están, haciéndonos creer lo que les conviene que creamos y manteniéndonos en un desconcierto perpetuo que no hace otra cosa que desmotivarnos. Porque no es de recibo que siempre paguen los mismos, mientras los que no hacen nada por mejorar nada sean los que se acaben reservando el mejor trozo del pastel.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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