Inculcar Valores o Sembrar Fanatismos

Desde que el hombre camina sobre la tierra se ha venido guiando por dos inquietudes muy fuertes. La primera de ellas es el instinto de supervivencia y la segunda el miedo a lo desconocido.

El instinto de supervivencia mantenía a aquellos hombres en un estado de alerta casi permanente para evitar cualquier peligro que pudiesen prever: el ataque de un animal o de los miembros de otra tribu.  Pero el miedo a lo desconocido hacía que también se mantuviesen temerosos de las fuerzas de la naturaleza que ellos no podían controlar. A base de práctica, aprendieron a esquivar las lanzas o las piedras enemigas, así como las dentelladas de las bestias que les acechaban en sus entornos, pero nada podían hacer contra las tormentas o los rayos, contra el calor abrasador de los meses de verano o contra la nieve y el hielo de los inviernos. Nada podían idear contra la enfermedad ni contra la muerte prematura de sus parientes. Y en sus mentes primigenias el miedo acabó convirtiéndose en superstición, llegando a convencerse de que aquellos fenómenos naturales  adversos no eran otra cosa que castigos que les enviaba alguien muy superior. Así nacieron los dioses paganos y los cultos al fuego, al sol, a la luna o al viento. Y de ellos, con el paso de las eras y de los tiempos, derivaron las religiones y, en su nombre, se acabó imponiendo la oscura voluntad de muchos indeseables que han acabado esclavizando a tanta gente a lo largo de la historia por todo el planeta. Se han cometido tantas atrocidades y se ha derramado y se sigue derramando tanta sangre inocente supuestamente en nombre de Dios.


A veces nos crecemos creyéndonos muy superiores a aquel lejano antepasado nuestro que habitaba las cavernas de Atapuerca y pintaba en sus paredes los animales que cazaba. Ese hombre no se habría podido ni imaginar cómo serían de hermosos los frescos que un descendiente suyo plasmaría tantos milenios después en la Capilla Sixtina, pero seguramente tenía el mismo miedo que tanta gente sigue teniendo ahora a ese Dios que nunca ha visto, pero en cuya existencia cree tan fervientemente. Hemos evolucionado en las formas, pero seguimos compartiendo muchos de los contenidos que nos siguen condicionando la vida.
Creer en Dios es una opción tan lícita como la de no creer en nada. Cuando profesar una religión implica sentirse más seguro de lo que uno piensa y de lo que uno hace no tiene por qué suponerle a nadie problema alguno. Decía William James, uno de los padres de la corriente funcionalista en psicología, que, si uno cree en algo y esa creencia le hace feliz, esa creencia se convertirá en una verdad indiscutible para esa persona, independientemente de que después alguien la pueda refutar. Porque lo que cuenta es la influencia que esa creencia ejerce sobre la persona. La hace feliz, por tanto, a ella le funciona creer lo que cree.  Entonces, ¿por qué iba a tener que dejar de hacerlo?
El problema de las religiones viene cuando se tergiversan sus contenidos en beneficio de intereses ajenos  a  toda divinidad. Cuando se utilizan las escuelas para difundir mensajes que no se corresponden exactamente con lo que se supone que dicen las sagradas escrituras que cada pueblo de la tierra ha determinado considerar su particular credo o su antídoto ante la adversidad.

Si consultamos la “Historia de las religiones” de Mircea Eliade, no nos costará alcanzar la conclusión de que todas tienen en común una serie de normas éticas y morales que vienen a guiar a sus seguidores por un camino recto que les aleje de los pecados capitales.  Curiosamente, entre los diez supuestos mandamientos que Dios le dictó a Moisés o Alá le dictó al profeta Musa, está el de “no matarás”. ¿Cómo puede entenderse entonces que en pleno siglo XXI, habiéndonos distanciado tanto de aquel primitivo hombre de las cavernas, alguien se inmole y acabe matando a un montón de gente a sangre fría “en nombre de Alá”? ¿Se trata del mismo Dios al que reza tanta gente en la Meca, en el Vaticano o en cualquier iglesia, templo budista, mezquita o sinagoga del mundo? ¿Cómo puede ese Dios permitir tanta barbarie entre esos hombres que él creó a su imagen y semejanza? ¿Puede existir realmente alguien tan perverso, tan retorcido y tan maquiavélico?
Muchos creemos que no, pero muchos otros siguen creyendo que eso equivale a la justicia divina y se dejan guiar como corderitos hacia el matadero sin llegar a darse cuenta de que no mueren por su Dios, sino por salvaguardar las cuentas corrientes de quienes fomentan realmente todo ese terror que, a  su vez, permite que se mantengan en auge las mayores economías mundiales. Estas siempre estarán por encima de las víctimas, de la ética, de la moral y de los derechos humanos. Y se seguirán conduciendo con total impunidad, como lo llevan haciendo desde hace siglos.

Las escuelas y las familias no deberían estar para sembrar fanatismos en las mentes más jóvenes, sino para inculcar valores. Para enseñar a tolerar las diferencias sin llegar a juzgarlas. Para entender el valor real que tiene la vida y fomentar el respeto por todos los seres humanos, sean de donde sean, tengan el color que tengan  y vayan hacia donde vayan. Para crecer con la diversidad de culturas y enriquecernos con sus contrastes, compartiendo todo lo bueno de todas y desechando lo negativo, erradicando prácticas tan vejatorias para las mujeres como la extirpación del clítoris o la celebración de matrimonios de adultos con niñas de apenas siete u ocho años, sin ir más lejos. Porque, lejos de ser una manifestación de la cultura, esas prácticas son una aberración y una tremenda violación de los derechos de quienes las acaban sufriendo. Educar incentivando el altruismo y no la competición, reforzando la voluntad de hacer las cosas bien, la responsabilidad de actuar en consecuencia con lo que uno siente y piensa y, sobre todo, la humildad para reconocer los errores y aprender de cada uno de ellos. 


Si aprendemos a andar y a enseñar a andar por ese camino de valores que ya nos han trazado grandes personas como Gandhi, Rigoberta Menchú o Malala Yousafzai, difícilmente podrán convencernos de la existencia de paraísos que nos estén esperando en algún cielo. Porque encontraremos el cielo aquí, en nuestro día a día, en compañía de las personas que queremos y disfrutando de lo que somos y de lo que tenemos la suerte de compartir  con ellas. Atrás quedarán las bombas y las balas de aquellos que luchan sin saber realmente ni porqué están dispuestos a segar sus vidas. Porque quien no es capaz de valorar su vida… quizá no merezca vivirla.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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