Tejiendo la Propia Identidad


Suele afirmarse que es muy difícil llegar a conocer plenamente a otra persona, porque  aunque todos los seres humanos parezcamos prácticamente iguales, en el fondo todos somos diferentes. Contribuyen a esa diferencia el modo en que hemos vivido, las cosas que hemos experimentado, la influencia de nuestra familia, nuestro grupo de iguales, la forma de enseñar de los maestros que tuvimos, lo que vimos de niños y adolescentes en la televisión, los libros que leímos, el corazón que nos partieron más de una vez y las alabanzas o los rechazos que obtuvimos en el inicio de nuestra andadura por el mundo adulto.



Si conocer realmente a otro se antoja una empresa complicada, llegar a conocerse a uno mismo no resulta precisamente más fácil, sino todo lo contrario. Porque es muy difícil dilucidar si todo eso que creemos y defendemos con tan aparente seguridad se corresponde realmente con lo que somos o no es más que el reflejo de la influencia de otros.

A veces nos sorprende ver por la televisión a niños de muy corta edad defendiendo argumentos propios de personas adultas con una pasión y un convencimiento que casi resultarían creíbles si no fuese porque un niño, a esa edad, no ha vivido ni experimentado lo suficiente como para llegar por sí mismo a tales conclusiones. Es evidente que alguien se las ha inculcado y él ha aprendido a repetirlas. Y a los adultos de su entorno les hace tanta gracia que le refuerzan continuamente para que lo siga haciendo y, con ello, el niño cada vez se sentirá más crecido, más seguro de esos argumentos que, de seguro, ni siquiera entiende.

El etólogo Konrad Lorenz en uno de sus
experimentos con sus patos.
Igual que los patitos cuando salen del huevo acostumbran a seguir al primer ser vivo u objeto que perciben en movimiento, independientemente de que sea su madre o no, los niños preescolares son como esponjas capaces de absorber todos los estímulos que acontecen en su entorno, sin discriminar unos de otros, pues cualquier cosa es capaz de captar su atención y todo parece interesarles. Juegan con cualquier otro niño que esté dispuesto a aceptarles en su grupo, lo tocan todo, lo prueban todo, porque sus mentes están más abiertas que nunca y no conocen aún las restricciones, ni los prejuicios, ni muchos de los peligros que tanto parecer preocupar a sus mayores.

A medida que los niños van creciendo, en función de la educación impartida por la familia y de las enseñanzas recibidas en el colegio, esos mismos niños se van volviendo más selectivos a la hora de inclinarse por unos u otros estímulos. Eligen a quienes quieren entre sus amigos y a quienes no, deciden cómo quieren ir vestidos, lo que prefieren comer, los programas que van a ver en la tele o las películas que irán a ver al cine el fin de semana. Pero lo que ellos entienden como sus propias elecciones, no dejan de ser imitaciones de lo que hacen o deciden sus amigos de su grupo de iguales. Si, de repente, cualquiera de ellos tuviese que dejar el colegio y su pueblo o ciudad porque su familia decidiese mudarse a vivir a otro lugar, se vería obligado a integrarse en otro colegio y en otro grupo de iguales que, posiblemente, no tendría sus mismos gustos ni costumbres. Y se vería en la tesitura de tener que elegir entre mantener sus antiguas preferencias y quedarse al margen de los demás u olvidarlas y adoptar las del nuevo grupo para sentirse aceptado por ellos.

Llegados a la etapa adolescente, el paso de los alumnos de la educación primaria a la secundaria muchas veces comporta un cambio de centro educativo e incluso de población. Esto implica perder parte de los compañeros conocidos y acoger a otros nuevos que, no siempre, les van a poner las cosas fáciles. Porque la adolescencia es una época de grandes cambios en todos los aspectos de la persona. Físicamente, el cuerpo experimenta una verdadera revolución hormonal que desemboca en repentinos cambios de humor, labilidad afectiva, inseguridades de todo tipo y a veces, incluso, en depresión. El adolescente siente que ya no es un niño, pero tampoco es un adulto todavía. Está caminando sobre arenas movedizas, en una tierra de nadie y en la que nadie le asegura que nada de lo que se proponga hacer le va a salir bien. Los profesores le presionan con asignaturas que cada vez le exigen más dedicación, la familia le pide que sea más responsable, que saque buenas notas, que ayude en casa o que mantenga su cuarto ordenado, pero al tiempo, le prohíben llegar tarde y le siguen restringiendo el uso de internet y del móvil. Los amigos le alientan a que “pase de sus viejos” y se salte sus normas, intentando que se una a ellos en sus planes para el fin de semana, o para saltarse algunas clases. Y él está en medio de todos, sin saber a quién quiere hacerle caso, mientras sus hormonas no dejan de bombardearlo desde dentro, instándole a que libere sus instintos y se deje llevar.

Muchos han sido los autores que han estudiado este período crucial de nuestra vida, en el que empieza a perfilarse la que será nuestra personalidad. Uno de ellos fue el psicoanalista E. H. Erikson, quien definió la adolescencia como una de las ocho crisis psicosociales que sufren las personas a lo largo de sus vidas. La teoría de Erikson supone considerar el desarrollo como la superación de nuestros conflictos externos e internos. Los ocho estadios del ciclo vital que propone representan las oposiciones entre las exigencias de la sociedad y las necesidades biológicas y psicológicas de los individuos. En la adolescencia, el desafío fundamental es el logro de una identidad coherente. Aunque Erikson hable de crisis adolescente de identidad, no la entiende como una dolencia, sino como una crisis normativa en la que el individuo cuenta con un potencial de crecimiento muy elevado, al tiempo que la energía de su ego fluctúa por momentos. Es como un querer y no poder, porque por un lado es consciente de que su mente tiene recursos suficientes para llevarle hasta donde desee llegar, pero por otro siente que su cuerpo le pone trabas, frenándole y haciéndole dudar de su propia capacidad.  En la superación de esta etapa serán decisivos factores como haber establecido un apego seguro en etapas anteriores, contar con una buena autoestima, un nivel aceptable de autoconfianza y un autoconcepto positivo.

J. Marcia también entendió la adolescencia como una crisis, pero ella la acompaña también del compromiso. Habla de cuatro estatus diferentes de identidad:

-    Difusión de la identidad- Cuando el adolescente no ha experimentado todavía ninguna crisis de identidad, pero tampoco ha establecido ningún compromiso con ninguna vocación ni ninguna creencia. No sabe lo que quiere, pero todavía no se ha preocupado por ello.

-     Identidad establecida prematuramente- En este caso, el adolescente tampoco ha experimentado ninguna crisis, pero en cambio se ha comprometido con alguna meta o creencia que le han impuesto otras personas. El típico caso del chico o la chica que no se ha cuestionado nunca quién es ni qué quiere ser de mayor, porque ya se han ocupado de ello sus padres. Será médico o abogada igual que su padre o su madre.

-      Moratoria- Aquí el adolescente se halla en un estado de crisis y, no habiéndola resuelto, va probando diferentes opciones, sin comprometerse con ninguna. No sabe lo que quiere, pero a diferencia de lo que sentía el adolescente que se hallaba en el  estadio de difusión de la identidad, a este otro sí le preocupa y busca activamente algo en lo que comprometerse, pero nada le acaba de convencer.

-  Logro de identidad- Alcanzado este estadio, el adolescente ha experimentado y resuelto la crisis por sus propios medios y se ha comprometido con una vocación y una ideología. Un ejemplo de ello serían los jóvenes que encuentran su verdadera vocación y logran sacarla adelante, con convencimiento y con criterio propio.

Estos días se está publicitando en la mayoría de las cadenas de televisión un anuncio contra el consumo de drogas que podría servirnos de ejemplo para ilustrar la fase de moratoria que defiende la teoría de Marcia. En él se ve a una joven que llega a una recepción y expresa su deseo de quedarse allí hasta poder comprometerse con algo. La persona que la atiende la invita a esperar por tiempo indefinido en la sala habilitada para tal fin, en la que otros jóvenes llevan años sentados.


Si caer en la rutina y en el sedentarismo no resultan opciones saludables en ningún momento de la vida, en la adolescencia aún son trampas más perjudiciales, porque acaban minando la voluntad de los jóvenes y habituándoles a huir de todos aquellos caminos que les supongan la inversión de algún esfuerzo. Para cosechar lo que perseguimos, primero tenemos que aprender a sembrar. Y esa siembra tiene que empezar ya en la cuna, porque acabamos siendo lo que nos han enseñado a ser y nuestras decisiones acaban derivándose de todo lo que hemos aprendido de otros y de lo que hemos experimentado por nosotros mismos.


Es importante llegar a conocernos y hacernos conscientes de nuestras virtudes, pero también de  nuestros puntos débiles. Asimismo, igual de importante es atreverse a cuestionar todas las creencias que defendemos y nuestro particular modo de conducirnos por la vida. Analizar hasta qué punto somos nosotros mismos o somos nosotros y la influencia de los demás. Es evidente que nadie puede escapar de la influencia de su entorno ni de sus genes. Pero siempre nos quedará la decisión de qué influencias aceptar y cuáles no a la hora de construir nuestra personalidad.

Ese conjunto de decisiones propias constituye el compromiso más importante que podemos contraer con nosotros mismos. El resultado de tejer ese tapiz de influencias, experiencias y emociones será nuestra particular identidad.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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