Orgullos y Ofensas

Las relaciones entre seres humanos acostumbran a ser harto complicadas en cualquier ámbito de la vida. Desde niños, crecemos siendo testigos involuntarios de discusiones en casa entre nuestros progenitores, malentendidos en el colegio entre los compañeros y a veces también entre los propios profesores o entre alguno de ellos y algunos padres de alumnos. Más tarde, cuando aterrizamos sin paracaídas en el mundo laboral, seguimos captando esas dificultades con las que lidiamos todos a la hora de entendernos con nuestros iguales o nuestros superiores, dificultades que en ocasiones pueden llegar a amargarnos, impidiendo con ello que nos podamos sentir realizados en nuestro trabajo.



Cada persona es el resultado de una inversión incalculable en recursos que provienen del esfuerzo de sus padres o tutores, de sus profesores, de los libros que ha leído, de las experiencias que ha vivido, de las películas y documentales que ha visto, pero sobretodo, de lo que ha sentido a lo largo de su vida mientras se servía de cada uno de esos recursos.


Hay quien defiende que, cuando nacemos, llegamos al mundo como una tabula rasa, en la que todo está por escribirse. Es verdad que al llegar somos la especie animal más indefensa y la que tarda más tiempo en llegar a valerse por sí misma, pero no podemos negarnos la influencia de los genes en el desarrollo que acabaremos experimentando hasta llegar a quienes tengamos que llegar a ser. Partimos de un patrón establecido cuyos márgenes no podemos traspasar, pero todo lo que aprendamos a partir del nacimiento será decisivo en nuestro porvenir. Los genes no se pueden cambiar, pero lo que aprendamos a partir de ellos sí.

Nada de lo que nos han inculcado como verdades incuestionables tiene que aceptarse como definitivo. Todo lo que se aprende se puede desaprender. Todos los errores que cometemos se pueden rectificar y nunca es tarde para embarcarnos en hacerlo posible.

A veces los padres, en un intento desesperado de proteger a sus hijos y de evitar que éstos permitan que otros se aprovechen de ellos, les bombardean con ideas muy bien intencionadas, pero del todo equivocadas, que pueden llegar a ser incluso peligrosas si no se modifican a tiempo.



Está muy bien educar en valores y enseñarles a los niños la importancia de conceptos como la autoestima, la valía personal, el orgullo propio y la dignidad. Pero, cuando nos embarcamos en enseñar valores, no deberíamos obviar pequeños detalles como la importancia de no caer en los extremismos. Aprender a quererse y a respetarse uno mismo es muy importante, pero también lo es la humildad. Saber reconocer cuándo esa persona que supuestamente nos está faltando al respeto tiene parte de razón para hacerlo porque nuestro comportamiento con ella no ha sido todo lo ejemplar que debería haber sido, si en verdad somos tan estupendos como predicamos serlo.

Cuando se trata de personas y de relaciones entre ellas, a menudo nos encontramos con que todos sabemos reclamar nuestros derechos, pero no todos estamos dispuestos a recordar nuestras obligaciones. Si extrapolamos esta circunstancia al terreno de los valores, veremos que no nos cuesta nada enseñar a nuestros niños la importancia de la autoestima, la valía personal, el orgullo propio y la dignidad. Pero a menudo nos olvidamos de la empatía (para comprender qué puede esconderse detrás de la supuesta ofensa que la otra persona nos ha propinado), del respeto por nuestros mayores o nuestros superiores, de la humildad para saber reconocer los errores y del perdón (para pedirlo y para aceptarlo).



A veces la manera más inteligente de resolver una situación conflictiva con alguien que no cede ni un milímetro y se empeña en tener siempre la razón, es ceder nosotros y darle la razón, aunque no la tenga. Porque es quizá la única forma de zanjar la discusión sin tener que lamentar males mayores.


Muchos pensarán que pecamos de tontos o que nos bajamos los pantalones, pero lo que cuenta no es lo que puedan pensar ellos, sino cómo lo interpretemos nosotros.



En el ámbito laboral, rara es la empresa donde no pueda haber algún encargado de turno o jefe de algún departamento que no se pase el día gruñendo y pagando sus frustraciones con todos sus subordinados. En ocasiones esos gruñidos suben de tono y traspasan muchas líneas rojas. Hay trabajadores que optan por simular que le escuchan sin rechistar, pero en realidad le ignoran y no se lo tienen en cuenta porque saben que, digan lo que digan, no le harán cambiar de opinión. También saben que, en caso de enfrentarse a él, llevan todas las de perder porque los jefes de la empresa siempre creerán antes a un encargado que lleva décadas trabajando con ellos que a un operario que acaba de empezar. Pero siempre hay alguno de esos operarios que se siente más ofendido que el resto y decide plantarle cara al superior. Lo único que consigue, aunque no sea justo, es que le despidan o le hagan la vida más imposible.

Ese trabajador que osa defender a toda costa su valía y reclama con tanta vehemencia el respeto que merece, probablemente llegará a casa y se sentirá orgulloso de sí mismo porque no se ha bajado los pantalones y conserva intacta su dignidad. Pero demuestra ser muy poco inteligente en comparación con los compañeros que siguen trabajando en la empresa que él ha abandonado, porque ha antepuesto ese orgullo enfermizo suyo al sustento de su familia.

Nos han enseñado a sentirnos heridos con demasiada facilidad. Este hecho, lejos de hacernos fuertes, nos hace extremadamente vulnerables y nos acaba complicando muchísimo la vida. Porque, seamos ricos o pobres, en un mundo como el de hoy, en el que todo está tan interconectado, todos dependemos de todos para garantizar nuestra supervivencia. Si necesitamos que otro nos dé trabajo para conseguir llevar dinero a casa todos los meses y poder con ello alimentar a nuestras familias y pagar todas nuestras facturas, no podemos seguir yendo por la vida dejando que cualquiera pueda ofendernos con lo que nos grita o nos insulta. Sólo son palabras y gruñidos que sólo deberían tener la importancia que nosotros decidamos darles. Si cuando alguien nos insulta, en lugar de saltar sobre él o sobre ella como una loba herida, nos limitamos a ignorarle y a pensar “pobre persona, qué infierno debe de estar viviendo en su interior para venir a trabajar todos los días con esa cara de vinagre y expulsando tantos sapos y culebras por la boca”… seguro que hasta conseguimos sentirnos dichosos de la suerte que tenemos de no parecernos a él o a ella.

Dice un dicho popular que “No ofende quien quiere, sino quien puede”. Y sólo puede ofendernos si nosotros se lo permitimos. Y en este punto llegamos a la conclusión que ya hemos llegado otras veces: “Lo importante no es lo que nos pasa en la vida, sino el modo cómo lo interpretamos”.

Antes de romper una relación con otra persona, sea ésta familiar, sentimental o laboral, deberíamos esperar a que se nos pase el enojo y tengamos el ánimo calmado. La rabia y el dolor agudo nunca han sido buenos consejeros. Acostumbran a desembocar en arrebatos viscerales cuyas consecuencias siempre son desagradables para todos los implicados.

Siempre es mejor esperar a que se nos enfríe la sangre y se nos relaje la mente para ver el supuesto problema con la suficiente perspectiva como para no obcecarnos con el orgullo herido. Ese orgullo siempre es relativo y ha cegado a más personas que la propia ceguera.


En la vida no se trata de tener razón. La razón también es relativa, porque cada uno está convencido de que la tiene y, en cierto modo, todos tienen razón al creerlo. Porque la realidad tiene tantas caras y tantas razones como personas observándola. No hay dos personas iguales, tampoco dos razones. Pero hay matices que pueden conducirnos a mil puntos de encuentro. Busquémoslos y hagamos por encontrarnos en ellos. No tenemos nada que perder y sí mucho por ganar. Igual hasta descubrimos que el que tanto nos grita es porque, en realidad, nunca se ha sentido escuchado, ni valorado. Porque, lejos de enseñarle los valores de la autoestima, sus progenitores quizá sólo se dirigieron a él para gritarle lo que no sabía hacer, lo que nunca sería. Y, como el hombre es un animal de costumbres, él sigue creyendo que no vale nada y se dedica a pagar su rabia y su frustración con las personas que tiene bajo su cargo, igual que su padre pagaba la suya con él.

Rompamos esas costumbres tan enfermizas. Enseñémosles con nuestra humildad a todos esos que nos gritan que sabemos que no nos gritan a nosotros, sino a sí mismos y que el daño se lo hacen ellos, porque nosotros hemos decidido que no nos afecte. Que seguimos trabajando a sus órdenes porque no estamos dispuestos a permitir que el infierno particular que viven esas pobres personas nos aboquen a las listas del paro y nuestras familias sufran las consecuencias. Porque hemos determinado que nuestro orgullo no es otro que el de poder llevar dinero a casa cada final de mes y sobrevivir así en un mundo sembrado de minas, porque por doquier hay hombres y mujeres que gritan e insultan e intimidan.

Pero, en el fondo, nos gusta vivir en ese mundo, nos gusta esta vida que llevamos y nos encanta ser como somos, aunque otros sigan creyendo que hemos perdido la dignidad y hasta los pantalones.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749



Muchos pensarán que pecamos de tontos o que nos bajamos los pantalones, pero lo que cuenta no es lo que puedan pensar ellos, sino c

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