Etiquetas y Diagnósticos
Muchas veces las palabras, lejos de facilitarnos el
acercamiento con los otros, lo que hacen es complicarnos la vida al ponernos
delante obstáculos que, de haber permanecido callados, no habrían aparecido.
Los niños
pequeños, que apenas han aprendido unas pocas palabras, no tienen ese problema
a la hora de relacionarse con sus iguales o de expresar lo que sienten o pedir
lo que quieren. Recurren a las emociones, a los gestos, a señalar con el dedo y
nadie tiene problemas para interpretarlos y satisfacer sus necesidades. No
tienen ninguna necesidad de argumentar nada, porque les basta con sentir, con
vivir el momento, con disfrutar de sus juegos con los otros y de sentirse
aceptados y queridos por ellos.
Pero los
adultos huimos de la espontaneidad de los niños y, pretendiendo parecer más
racionales y maduros, podemos llegar a pecar de demasiado incoherentes, rígidos
y cuadriculados. Acostumbramos a incurrir con frecuencia en ese error cuando
intentamos establecer los límites entre lo que consideramos “normal” y lo que
no lo es.
Algunas
personas, independientemente de la época que las vio nacer, dan por hecho que
todos deberíamos ser iguales y pasar por los mismos procesos durante nuestras
vidas. Que los niños deben nacer sanos y sin ninguna discapacidad, que los
hombres deben elegir parejas femeninas y las mujeres parejas masculinas, que
las razas no deben mezclarse para evitar males mayores, que si se nace en el
seno de una familia con determinada ideología política o fe religiosa, no puede
ninguno de sus miembros optar por otras vías distintas de pensamiento y que
todos debemos respetar una serie de normas que no siempre se corresponden con
el sentido común, que suele ser el menos común de los sentidos en realidad.
Pero esas
personas olvidan que no hay nada más distinto que dos personas iguales, porque
todos somos únicos en nuestra naturaleza. Cuando alguien ha estudiado biología
y es conocedor de la complejidad que entrañan nuestras células, nuestros
sistemas de conexión entre ellas, la interacción entre las diferentes hormonas
y genes con nuestros órganos internos y el delicado desarrollo intrauterino que
se ve culminado con el parto, momento crucial en el que un paso equivocado
puede dar al traste con todo, se hace consciente de lo difícil que es llegar a
nacer sin ninguna tara. Más que difícil, resulta casi imposible.
Cada ser
humano que consigue nacer y aparentar “normalidad” es casi un milagro, porque
en la ruleta de la vida, las posibilidades de que la bolita caiga en el número
equivocado son bastante más que en las del número por el que apostamos.
Desde
hace ya unas décadas, las técnicas de reproducción asistida permiten detectar
posibles defectos en los embriones antes de implantarlos en el útero materno y
pruebas como la amniocentesis permiten distinguir un Síndrome de Down o una
Microcefalia, como hemos visto últimamente con los casos de las mujeres
embarazadas que se han infectado con el virus del Zika. Ante la certeza de la
existencia de tales anomalías en el feto, la madre puede decidir libremente la
interrupción del embarazo. En un mundo en el que no se tolera nada de lo que no
se ajuste a sus criterios de “normalidad”, es muy lógico que se desechen estos
proyectos de vida supuestamente equivocados. Pero, ¿qué hay de los que no se
interrumpieron y viven entre nosotros?
¿Qué hay
de tantos afectados de Síndrome de Down, o de cualquier forma de Autismo,
por ejemplo?
Muchos de ellos han tenido la suerte de tener padres y madres
coraje que les han criado como al resto de sus hijos “normales”, que han
insistido en que se formasen en las mismas escuelas y practicasen los mismos
deportes o las mismas aficiones. Ejemplos como el de Pablo Pineda, que llegó a
diplomarse en Magisterio y a licenciarse en Psicopedagogía. Se dedica a dar
conferencias por toda España y parte de Latinoamérica. Muchas personas
denominadas “normales” serían incapaces de hacer lo que él hace y de tener las
cosas la mitad de claras de lo que las tiene él. Pero, en cambio, se encuentra
con la barrera de que no le dejan ejercer como maestro por considerar que tiene
una discapacidad intelectual.
¿Por qué
consentimos que las leyes que nos gobiernan no estén a la altura de nuestras
circunstancias?
¿Por qué
dejamos que la etiqueta de “síndrome de Down” pese más que la realidad del ser
humano que ha crecido, ha luchado y se ha superado con creces a sí mismo bajo
el yugo de esa etiqueta con la que le castigamos nada más nacer?
¿Por qué
seguimos siendo tan hipócritas y retrógrados al creernos mejores que tantas
personas excepcionales a las que continuamente hacemos oídos sordos y ojos
ciegos?
Los
discapacitados no son ellos, sino nuestra conciencia inmadura y simplista.
En los
últimos tiempos, esa manía nuestra de ponerle palabras a todo, de etiquetarlo
todo para evitar que se mezclen lo correcto con lo supuestamente
equivocado, y de buscar enfermedades donde sólo hay personas que tienen
otro modo de sentir y entender la vida, nos ha llevado a la aberración de
permitir que a esos niños revoltosos y despistados que han existido toda la
vida ahora se les llame “hiperactivos” y se les medique con variantes de
anfetaminas. Algunos de ellos, llegados a adultos, tienen incluso reconocido un
grado de discapacidad. ¿Hemos perdido todos el juicio definitivamente o qué nos
está pasando?
Samuel
Hahnemann solía argumentar que “no existe la enfermedad, sólo existen personas
enfermas”.
Las
manifestaciones de un mismo trastorno, pueden diferir enormemente de un
paciente a otro, porque en la enfermedad asume un papel determinante la actitud
de la persona que la padece.
Nos
hablan de Síndrome de Down o de Autismo y la mayoría de la gente tiende a ir a
buscar la imagen de personas muy limitadas, recluidas en centros de por vida,
del todo dependientes de sus cuidadores y que apenas pueden sostener una
conversación con sentido. Lamentablemente, muchas de esas personas encajan en
esa descripción, porque nacieron en un momento en el que las familias, lejos de
implicarse en el desarrollo óptimo de sus hijos, les escondían del resto del
mundo, porque les sentían como un motivo de vergüenza. Muchas de ellas no
tuvieron acceso a ningún tipo de educación ni tuvieron ocasión de interactuar
con sus iguales. Sus estímulos fueron mínimos y no pudieron llegar a
desarrollar todo su potencial. Pero esos casos están muy lejos de parecerse a
los de afectados por los mismos síndromes que han nacido décadas después.
Gracias al empeño y la perseverancia de sus padres, muchos de ellos han tenido
acceso a la educación superior y han logrado su propia independencia. El Down o
el Autismo no han supuesto para ellos una condena, sino una oportunidad de
explorar otras posibilidades que les han convertido en personas excepcionales y
tan merecedoras de estar en el mundo y de luchar por sus sueños como cualquier
otra sin sus limitaciones.
No
podemos luchar contra el imperativo capricho genético ni contra la irrupción de
ninguna enfermedad. Como organismos vivos, en continua evolución, estamos
expuestos a las inclemencias de los patógenos con los que nuestras células han
de lidiar sus batallas día a día, año tras año, la vida entera. Pero siempre
podemos decidir si queremos vivir como enfermos o como luchadores activos que
no están dispuestos a tirar ninguna toalla mientras haya algo que hacer.
¿Qué más
da una etiqueta? ¿Qué tiene de determinante un diagnóstico que a veces
puede resultar equivocado cuando pedimos una segunda opinión? ¿Vale la pena
amargarse la vida por una simple palabra a la que le otorgamos el poder de
arrasar con todo lo que somos?
Podemos
padecer una enfermedad o defender una opción sexual que no es la que otros
hubieran esperado de nosotros, pero no por ello dejamos de ser todo lo
que somos y seguimos siendo. Podemos perder la visión, pero ello no nos priva
de seguir imaginando, sintiendo, escuchando. Podemos perder una pierna o un
brazo, pero nos quedan el resto de extremidades, y, aun perdiéndolas todas, nos
quedarían los ojos, la mente, la voz para seguir interactuando con el
mundo, un mundo que cada vez es capaz de idear más mecanismos que nos ayuden a
paliar todas nuestras discapacidades. Porque todos, ABSOLUTAMENTE TODOS,
tenemos alguna discapacidad. Hay gente que padece ceguera porque sus ojos no
pueden ver; otras personas tienen los ojos perfectamente, pero son igual de
ciegas porque miran sin ver. Así de simple.
El
cerebro tiene recursos suficientes como para explorar nuevas vías de
conocimiento cuando alguna de sus áreas sufre un accidente. Pero él solo no
puede decidir por nosotros. Tenemos que implicar a nuestra voluntad y
perseverar siempre.
Dejémonos
de etiquetas y de diagnósticos rocambolescos. Esto no va de palabras raras. Va
de personas. PERSONAS que sienten y padecen, que aman y son amadas, que deciden
libremente cómo quieren vivir sus vidas y junto a quien o a quienes quieren
estar. Da igual el color, el género o el número de cromosomas de más o de menos
que tengan. Son PERSONAS que tienen mucho que enseñarnos a sus iguales. Sólo
necesitamos mirarlas y querer verlas.
Estrella
Pisa
Psicóloga col. 13749
Psicóloga col. 13749
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