Atreviéndonos a Decir No
Una de las primeras cosas que aprenden los niños en su
interacción con los adultos es a negar con la cabeza y a decir que no a todo lo
que no les convence. A veces lo hacen sistemáticamente, porque les
divierte ver cómo sus sufridos padres o sus cuidadores pierden los nervios,
después de haber ingeniado mil formas distintas de convencerles de que se
tienen que bañar, tienen que comer un poco más de sopa o se tienen que ir a
dormir.
A los
niños se les consiente que sean naturales y que expresen lo que
verdaderamente sienten y desean, simplemente porque son niños y aún están asilvestrados.
Pero, a medida que crecen y se les van imponiendo las normas y pautas a seguir,
tanto en el ámbito familiar como en el escolar, se les van recortando las alas
y se les intenta enseñar a ser “políticamente correctos” en cualquier
situación. Muchos de ellos seguirán haciendo su santa voluntad y diciendo que
no a todo lo que no les satisfaga. Pero siempre habrá muchos otros que acabarán
claudicando y optarán por no complicarse la vida con sus mayores. Sin darse
cuenta, estarán renunciando a su libertad a cambio de una tranquilidad engañosa
y llena de trampas de las que les será muy difícil salir en el futuro.
Desde la tradición judeo-cristiana se nos han intentado
inculcar siempre una serie de valores que, más que ayudarnos a encontrarnos
sentido y a intentar ser más felices, han conseguido hacer de muchas personas
unas desgraciadas de por vida. Porque han logrado que llegasen a sentirse
realmente culpables de la muerte de Jesús de Nazaret.
Muchas
veces, desde la más absoluta ignorancia, nos permitimos el lujo de criticar a
los practicantes de otras religiones porque no entendemos que en el siglo XXI
siga habiendo mujeres que consideren un pecado mostrar su cabello en público o
elegir libremente al hombre con quien se vayan a casar. En cambio, seguimos
considerando normal que haya personas que se autoinculpen de todo lo que les
pasa y que consideren que tienen que seguir habitando sus particulares
infiernos porque así lo ha querido Dios para ellas. Lo más
sorprendente de todo, es que lo dicen totalmente convencidas de que realmente
es así. Y siguen asumiendo diariamente sus obligaciones y las de muchos otros,
siguen asistiendo cada vez que les piden algo, aunque les suponga aún mayor
esfuerzo. Sienten que todo el mundo se acaba aprovechando de ellas, pero lejos
de plantarse y atreverse a decir NO alguna vez, lo que hacen es justificar su
“pequeño” sacrificio comparándolo con el gran sacrificio que Jesucristo hizo por
todos nosotros el día que le crucificaron.
Desde el
paradigma funcionalista, William James nos enseñó lo importante que es para la
mayoría de las personas encontrar algo en lo que creer y lograr que esas creencias
les resulten útiles para batallar diariamente con sus vidas. Si se cree en
algo, independientemente de que ese algo exista o no para los demás, lo que
cuenta es que existe para esa persona y, lo más importante, le funciona a la
hora de encontrar explicaciones coherentes a todo lo inexplicable que le sucede
y le supera.
Así, es
muy plausible que los creyentes de diferentes religiones encuentran sosiego en
sus creencias. Lo que no debería resultarnos comprensible es que tantas
personas sigan sufriendo y reprimiendo sus verdaderas emociones en nombre de
ningún Dios ni de ninguna religión.
Todo
tiene sus límites y llevar las cosas demasiado lejos siempre comporta tener que
asumir riesgos imprevisibles. Hay que tratar de encontrar un equilibrio en todo
lo que vivimos y cuestionarnos si aquello por lo que sufrimos tanto merece, en
verdad, tanta credibilidad por nuestra parte.
Desaprender
lo que nos inculcaron de pequeños siempre resulta una tarea muy costosa, porque
en la consolidación de esas creencias y de esas conductas impuestas,
intervinieron fuertes emociones como el miedo, la vergüenza o la culpa. Miedo a
ser rechazados por los propios padres, vergüenza de sentir lo que sentíamos y
culpa por los supuestos pecados que ya habíamos cometido y nos habían sido
perdonados tras confesarnos con aquellos curas que nos inspiraban más
terror y desconfianza que otra cosa.
No todo
lo que nos enseñaron fue negativo. En las nuevas generaciones se echan en falta
algunos de los valores que, por suerte, nos enseñaron a nosotros. Pero
amargarnos la vida no es precisamente uno de ellos.
Es
importante que sigamos intentando ser buenas personas, intentando ayudar a los
demás en la medida que nos sea posible. Que seamos coherentes y justos a la
hora de tratar con los demás, que cultivemos nuestra capacidad de perdonar y
procuremos no aprovecharnos de nadie para alcanzar los propios objetivos, ni
causarle daño a nadie, al menos conscientemente.
Pero eso
no implica que sigamos diciendo siempre que sí cuando nos exijan lo que no nos
convenga, ni permitiendo que nos carguen con la cruz de culpas que no nos
pertocan. El refranero español nos ofrece dos ejemplos para ilustrar esta
cuestión: “Contra el vicio de pedir, la virtud de no dar” y “Quien calla,
otorga”.
No
callemos más, no nos dejemos manipular por más tiempo. Atrevámonos a decir un
NO bien alto y claro. Lo único que podemos perder es la imagen de incautos que
otros se han ido formando de nosotros.
Estrella
Pisa
Psicóloga
Col. 13749
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