Llorando la Propia Muerte

Aunque a ojos de cualquier animal todos los humanos le podamos parecer iguales, quizá seamos la especie animal más heterogénea que haya habitado este planeta. Al margen de las distintas razas o los distintos idiomas que utilizamos para intentar comunicarnos unos con otros, nos podemos encontrar con dos hermanos gemelos que se hayan formado una concepción de la vida, del mundo y del resto de personas totalmente opuestas e incluso enfrentadas. Tener una mente tan supuestamente avanzada como la humana nos confiere muchas ventajas, haciéndonos parecer “los reyes del mambo” ante los otros pobres animales que tienen que soportarnos y consentir que les utilicemos, les matemos e incluso que les comamos. Pero esa mente privilegiada también tiene una parte oscura que algunos nos hemos preocupado de abonar más que otros y nos ha llevado a convertirnos en nuestros peores enemigos y en maquiavélicos individuos capaces de arruinar incluso sus propias vidas.

A veces nos mueve sólo el vil metal, otras la idea de alcanzar el ansiado poder que nos permita someter a aquellos a quienes detestamos por la nimiedad que sea. Pero en muchas otras ocasiones, el origen de nuestras intenciones más oscuras hemos de ir a buscarlo a nuestro propio ego. Sólo vemos lo que queremos ver y, a nuestros ojos, no hay más mundo que el que nos empeñamos en ver nosotros. Es igual lo que otros intenten y casi logren demostrarnos; nos es indiferente lo que argumenten y lo que sufran por hacernos cambiar de opinión. Lo único que cuenta es cómo nos sentimos nosotros y nos importa un ardite cómo se puedan sentir los demás.


Hay personas que pecan tanto de esquizoides y que llevan tan al límite cualquier situación para salirse siempre con la suya, que se olvidan de que el mundo no gira precisamente a su alrededor. Para ellas  nadie está a su altura y, la mayoría de las veces, no les compensa estar con el resto de la gente, a menos que se trate de aquellas pocas personas escogidas que siempre les dirán sólo aquello que quieren oír. No aceptan la compañía de la mayoría de sus familiares o amigos, pero luego no paran de quejarse de soledad, de sentirse abandonadas y olvidadas por los ingratos que no saben valorarlas ni quererlas como ellas merecerían ser queridas. A veces caen en el delirio de preguntarse si alguien llorará sus muertes y las echará de menos. Y entonces lloran, pero no por la ausencia de esos familiares y amigos a los que en el fondo desprecian, sino por su propia muerte, porque sólo se importan a sí mismas.

La única certeza que tenemos respecto al futuro es que un día u otro todos tendremos que morir. Más jóvenes o más viejos, más lúcidos o más demenciados, más sanos o más enfermos; pero el caso es que ninguno de nosotros se va a quedar aquí para siempre. Ante tan contundente evidencia, deberíamos valorar mucho más nuestras vidas y procurar amargárnoslas lo menos posible. Aprender a aprovechar todas las oportunidades, a crecer con cada encuentro, a desarrollar nuestro inmenso potencial para intentar descubrir más mundo dentro de nuestros particulares mundos y de los mundos de los demás. Cultivar emociones más positivas, acercarnos más a las personas que queremos y nos quieren, olvidar los malos entendidos y esforzarnos más a la hora de comunicarnos con los otros para que capten lo que de verdad queremos transmitirles. Dejar a un lado las estrategias maquiavélicas e intentar ser más transparentes, más sencillos, menos obtusos.

La muerte siempre es una experiencia trágica. Perder a un ser querido es una de las peores cosas que nos pueden pasar en la vida, pero a todos nos toca pasar por ello, aprender de ello, crecer con ello. Llorar la muerte de aquellos a quienes queremos y se han ido para siempre es una manera de intentar aliviar el dolor que sentimos por sus pérdidas y nos toca hacerlo a los que nos quedamos para recordarles y seguir queriéndoles mientras vivamos. Pero lo que no es de recibo es que sea la propia persona la que llore su propia muerte, que aún está por llegar.

Mientras estemos vivos, nuestro cometido es vivir y luchar por seguir vivos, no malgastar la vida llorando porque un día moriremos. Esa conducta sólo conlleva amargarse la propia vida y amargársela a todo aquel que decida acompañarnos en ella. Vivir para pasarnos el día culpando a todo el mundo de nuestros problemas o nuestros dolores, apartándonos de quienes nos quieren y a quienes no les permitimos demostrárnoslo, despreciando todos los intentos de acercamiento hacia nosotros por parte de los otros y renegando de todo y de todos por no ser como nos gustaría que fuesen, es la manera más absurda, ruin y caótica de demostrar que queremos seguir estando vivos.

Quizá quienes desprecian tanto la vida no merecerían haber nacido, porque lo único que se han limitado a hacer en sus vidas ha sido sembrar mucho dolor, mucha angustia y demasiadas lágrimas entre quienes han sufrido la desgracia de quererles de verdad.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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