Parando Golpes
Se ha investigado y escrito mucho sobre la violencia.
Desde el ámbito de la Psicología social, autores como Albert Bandura o Kurt
Lewin han diseñado experimentos y estudiado los efectos de diferentes variables
llegando a resultados tan sorprendentes como preocupantes.
La violencia está presente en los noticieros de todos
los días e irrumpe en multitud de escenarios distintos: en la familia, en la
escuela, en el trabajo o en la calle; pero también en la televisión, en la
prensa y, por supuesto, en las redes sociales y en cualquier página de
internet.
Fenómenos como el bullying en el ámbito escolar,
desgraciadamente tan de actualidad, o el mobbing en el ámbito laboral nos
salpican demasiado a menudo, llegando a avergonzarnos de nuestra condición
humana en muchos casos. Pero quizá las noticias sobre violencia que nos llegan
con mayor frecuencia sean las protagonizadas por la denominada violencia de
género.
En pleno siglo XXI cuesta aceptar que siga habiendo
hombres que se crean por encima de las mujeres y se sientan libres de ejercer
supuestos derechos sobre ellas que son más propios de la edad de piedra que del
mundo postcontemporáneo en el que vivimos. Morir sólo por ser mujer, por
trabajar, por atreverte a opinar, por ir vestida de una determinada manera o
porque no te dio tiempo a dejar la casa impecable o la comida estaba sosa,
resulta tan absurdo y tan vacío de toda lógica que, más que un terrible drama,
parecería un episodio del más pésimo humor. Ningún ser humano debería creerse
por encima de ningún otro, y menos aún de quienes integran su familia.
Maltratar a una esposa o a un marido, pegar a un hijo o a una hija hasta
hacerlos sangrar sólo por intentar demostrar quién manda en esa casa, se nos
antoja la manera más cobarde y cruel de intentar buscarse a uno mismo.
En la práctica psicológica y psiquiátrica no es
infrecuente encontrar individuos que intentan justificar su uso indiscriminado
de la violencia como la única manera que encuentran de enfrentarse a sus
propios miedos. No es extraño escuchar en medio de la terapia cómo un
hombre al que todos consideran violento confiesa que de niño fue maltratado por
su padre o por su madre hasta extremos escalofriantes y que, cuando llegaba a
la escuela lleno de moratones y de rasguños, se enfrentaba a sus compañeros
atacándoles él primero por miedo a que fuesen los otros los que le atacasen a
él por sorpresa. “La mejor defensa es un buen ataque”. ¿Cuántas veces no lo
habremos oído? Y, lo más triste de todo, es que aceptamos ese argumento como
razonable.
Vivir con miedo a ser golpeado o humillado en
cualquier momento no debería convertirse en el día a día de nadie. Ir al
colegio o al trabajo temiendo que, en el momento más inesperado, alguien nos va
a ridiculizar, nos va a sabotear nuestro trabajo y va a conseguir convencer a
terceros de que el problema somos nosotros, poniendo en riesgo la buena marcha
de nuestros estudios o de nuestro empleo, es una experiencia tan inhumana como
insoportable.
El caso es que lo oímos y lo vemos todos los días,
pero es como si oyéramos llover, porque nadie hace nada por erradicar este tipo
de episodios. Lejos de castigar a los que abusan de su poder o de su liderazgo
en los distintos grupos que se sirven de cualquier variedad de violencia para
someter a aquellos que eligen como sus víctimas, la sociedad parece dispuesta a
cuestionar a las víctimas de tales abusos, tildándolas de personas demasiado
débiles, con déficits de habilidades sociales o de asertividad. A priori, esta
forma de estudiar los efectos de la violencia en las víctimas, podría parecer
una desafortunada manera de enfrentar este tipo de problemas. Pero el caso es
que este enfoque ha resultado muy esclarecedor cuando se trabaja con las
víctimas. Dotar a estas personas de los mecanismos apropiados para parar los
golpes o las humillaciones de las que vienen siendo objeto, las convierte en
personas más seguras de sí mismas y más fuertes que sus atacantes
psicológicamente hablando.
Se ha demostrado que muchas veces la persona violenta,
más que golpear en sí a sus víctimas, lo que persigue con su despliegue de
agresividad es ver el miedo reflejado en el rostro de aquellos a quienes
pretende someter. El agresor se crece con ese miedo de los otros, con ese
llanto contenido, con esa sumisión y esa angustia que les provoca. Pero si la víctima
le sorprende y no reacciona como él espera, sencillamente, le descoloca y puede
llegar a sentirse terriblemente inseguro y totalmente perdido.
Llegados a esa situación, la conducta del agresor puede ser del todo
imprevisible. Lo mismo podría derrumbarse como volverse más violento y
peligroso, como reacción a la mucha impotencia que siente.
En el caso de la violencia de género, cuando se ha
entrado en el ciclo de la violencia, es harto complicado lograr salir de él sin
lamentar una desgracia. Porque agresor y víctima se han enredado demasiado en
una peligrosa maraña de sentimientos contradictorios y creencias irracionales
que les llevan a vivir una relación de amor-odio que les hace terriblemente
desgraciados a los dos. Ese “ni contigo ni sin ti” se convierte con el tiempo
en una relación tóxica que acaba por envenenarlo todo y de la que resulta casi
imposible salir, a menos que uno de los dos miembros de la pareja decida
cambiar el chip.
Se han dado muchos casos de parejas tóxicas que,
después de años malviviendo y soportando uno u otra el maltrato del otro o de
la otra, tras ponerse uno de los dos en tratamiento (por dejar alguna adicción
o por empezar psicoterapia para mejorar ciertas habilidades o aumentar la
autoestima o para aprender a regular la propia agresividad), el otro o la otra
deciden abandonar la relación porque no aceptan el cambio de su pareja. Porque
su cambio les obliga a tener que cambiar ellos también y la mayoría no están
dispuestos o dispuestas a pasar por ello. Parecería increíble y del todo
ilógico, pero estas cosas ocurren. Por horrible que parezca, hay personas que
llegan a habituarse tanto a la violencia, que cuando tienen oportunidad de
librarse de sufrirla, se sienten perdidas y son capaces de abandonar a su
pareja ex violenta para acabar cayendo en las redes de una nueva pareja que las
vuelva a maltratar y ningunear como lo hacía la primera. Muchas de ellas llegan
a argumentar que ellas no merecen que las traten bien.
Llegados a este punto, lo primordial en el tema de la
violencia es educar para prevenirla. Al margen de la influencia que la genética
pueda ejercer en el desarrollo de estas conductas tan reprobables, deberíamos
concienciarnos de que la educación debe estar presente desde la cuna. En la
guardería, en la escuela, en las actividades extraescolares, en la familia y en
el grupo de iguales debemos enseñar a nuestros niños estrategias, recursos y
actitudes más asertivas que no impliquen desplegar los puños y dar patadas.
Tampoco hay que bajar la guardia con los contenidos de la televisión, de
internet o de los móviles. Los niños aprenden por imitación y pasan demasiadas
horas embobados ante demasiadas pantallas en las que visionan dibujos animados,
videojuegos o vídeos de youtube no siempre recomendables. Porque muchos de
ellos rebosan de contenido violento y muestran demasiada humillación de unos
supuestos héroes hacia otros supuestos enemigos.
Golpear más fuerte, gritar más alto o insultar con más
ingenio no nos hace precisamente más héroes, sino más miserables, más infames y
más débiles.
Querer a alguien no implica ejercer total control
sobre él o sobre ella y someterlo o someterla a nuestra idílica idea de cómo
debería ser o cómo debería comportarse. Nadie puede decirnos cómo debemos ser o
cómo debemos comportarnos cuando estamos con él o con ella. AMAR implica, ante
todo, ACEPTAR al otro o la otra tal y como es, sin pretender cambiarlo o
cambiarla. Y en ese AMOR no caben el miedo, ni las amenazas, ni las ofensas, ni
la ridiculización, ni tampoco el sometimiento del uno o de la otra para que el
otro o la otra se sientan realizados y disimulen así su incompetencia, su
inmadurez y su propio miedo.
La mejor manera que tenemos de parar el primer golpe
de quienes no saben ir por el mundo sin sentirse amenazados y sin sacar los
puños antes de percibir siquiera la supuesta amenaza, es simplemente
ignorándoles y negándonos a entablar ningún tipo de relación con ellos o con
ellas. Pero para poder ejercer ese derecho nuestro a decir NO cuando nos
invitan a entrar en el ciclo de la violencia, hemos de haber trabajado a
conciencia nuestra autoestima y sentirnos seguros de lo que de verdad queremos
y de lo que no queremos en nuestras vidas. La clave para conseguirlo está en la
educación que recibimos de niños y en la que nos preocupemos de seguir
desarrollando a lo largo de toda nuestra vida. Porque el ser humano nunca deja
de reinventarse ni de reconstruirse.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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