Edificando nuestras Fortalezas

De niños, todos los que hemos tenido la suerte de vivir o pasar las vacaciones de verano cerca de la playa, nos hemos pasado horas llenando cubos de arena mojada intentando construir con ella castillos de lo más variopintos. A todos los críos les encanta ensuciarse las manos y dejarse llevar por sus más increíbles fantasías, contrariando a padres y maestros que intentan disuadirles de sus impulsos creativos, en un vano intento de encarrilarles hacia un día a día encorsetado por estrictas normas cuyo cumplimiento no siempre augura buenos resultados. 


Porque en la vida hay un tiempo para cada cosa y el tiempo de los más pequeños debería ocuparse en que memorizasen un poco menos y disfrutasen un poco más de lo que viven.
Estos días, padres, maestros y alumnos se están viendo involucrados en una polémica “huelga de deberes” a la que se ha llegado para protestar contra el volumen de tareas con que los profesores acostumbran a cargar a sus alumnos para realizar en casa. Puede que haya quienes encuentren la medida de la huelga desproporcionada, pero lo cierto es que su reivindicación tiene tanto sentido como cuando los trabajadores de cualquier sector reivindican su derecho a conciliar su vida laboral con la familiar. Los niños y los adolescentes también tienen derecho a tener garantizado su tiempo de ocio y su tiempo de estar en familia, desconectando de las tareas escolares.

Pese a ese derecho, las estadísticas no paran de demostrar que nuestro país tiene uno de los índices de fracaso escolar más elevado de la zona euro. Nuestros jóvenes llevan mal las matemáticas y los idiomas. Pero no toda la responsabilidad de ese bajo rendimiento debería recaer sobre sus espaldas, más cuando estamos hablando de un país que, con cada cambio de gobierno ha promovido una nueva reforma educativa, implantando sistemas que muchas veces han acabado provocando aún mayores índices de fracaso. Es evidente que todo debe evolucionar y que los sistemas de enseñanza que funcionaron bien hace 40 años, no pueden seguir funcionando ahora, porque los niños de hoy viven una realidad demasiado distinta a la de hace 4 décadas. Los cambios a todos los niveles se suceden demasiado rápidamente y no podemos seguir enseñando a memorizar sin más, sino a buscar la información en tiempo real y a concienciar a esos alumnos que no deben dejar nunca de actualizarla si lo que pretenden, de verdad, es hacerse un hueco en esta sociedad tan efímera como caótica.

Pero la solución no se encierra en llenarles la agenda del fin de semana o de su tiempo diario para estar en familia o con sus amigos de tareas que, supuestamente, no han tenido tiempo de realizar en el aula. Con esa medida lo único que se consigue es que no desconecten nunca y acaben deseando que acabe el curso para poder relajarse y pensar en lo que de verdad les interesa. Estudiar por miedo a suspender o a que te castiguen es equivalente a quedarte más horas de la cuenta en el puesto de trabajo o llevarte parte de él a casa por miedo a que te despidan. Ni ese estudiante ni ese trabajador se sentirán satisfechos con lo que aprenden ni con lo que producen. Su motivación será mínima y sus resultados, por más que se esfuercen, nunca llegarán a ser los esperados por quienes les dirigen.

Sin emoción no puede haber aprendizaje. No se trata de dedicar más horas de las debidas a estudiar o a trabajar, sino de llegar a sentir lo que estemos haciendo en cada momento. Conseguir dedicar el cien por cien de nuestro tiempo a cada momento del día que nos dispongamos a emprender. Estar con los cinco sentidos en todo lo que hagamos. Cuando estemos en clase, procurar no estar pensando en nada más que no sea la materia de la que se nos esté hablando. Y cuando estemos trabajando, implicarnos al cien por cien en lo que estemos haciendo sin permitir que nos distraiga nada que no tenga que ver con ello. Ahora bien, de la misma manera que consigamos demostrar que somos capaces de desconectar de todo lo personal cuando estemos estudiando o trabajando, también es importante que aprendamos a desconectar de los estudios y del trabajo, cuando llegue la hora de irnos a casa.

Encontrar un tiempo para cada cosa y lograr que cada cosa esté en su tiempo.

En los últimos años, los avances en psicología positiva aplicada a las organizaciones nos han llevado a fijar nuestra atención en otros factores que no acostumbraban a reflejarse en los currículums de los aspirantes a cualquier puesto de trabajo.

Tiempo atrás, de cualquier aspirante se valoraban sus estudios y su experiencia previa en alguna ocupación similar, pero no se insistía tanto en la personalidad del individuo ni mucho menos en lo que ahora llamamos competencias. Ahora siguen importando la formación y la experiencia, pero la clave que determina su selección o no para el puesto vacante, ya no es su grado de conocimientos y lo que sabe hacer, sino lo que creemos que va a ser capaz de hacer en los próximos años. Y en ese potencial que aún está por desarrollarse, influyen muchos factores cuya existencia se deja entrever en los resultados de las pruebas a las que son sometidos los candidatos: psicotécnicos, tests de personalidad, tests de competencias, entrevistas de contexto, etc.

Raymond Bernard Cattell (1905-1998) distinguió entre dos tipos de inteligencia: la inteligencia fluida y la inteligencia cristalizada. La primera nos permite enfrentarnos con éxito ante situaciones nuevas, exigiéndonos flexibilidad, rapidez, buenos reflejos, intuición, templanza y cierta dosis de atrevimiento. La segunda es el resultado de todo lo que hemos ido aprendiendo de experiencias y conocimientos previos. Nos exige buena memoria y capacidad de extrapolar unas situaciones a otras, pero por sí sola no nos sirve para enfrentarnos a lo nuevo.

En el mundo de hoy se precisa más que nunca de personas con elevada inteligencia fluida, pero que a su vez no anden escasas de inteligencia cristalizada. Toda construcción necesita de buenos cimientos para sostenerse. Los cimientos de una persona son su educación, su cultura, sus valores, su familia. Pero, para seguir creciendo y desarrollando su potencial, necesita de esas dosis de atrevimiento, de flexibilidad, de intuición, de creatividad y de apuesta por el continuo cambio.

Para que una persona triunfe en lo que se proponga, necesita haber conseguido equilibrar esas dos inteligencias. Porque de nada le va a servir poseer una de ellas si carece de la otra.

La psicología positiva habla de intervenciones de amplificación para referirse a diferentes estrategias para enfrentarse con éxitos a las vicisitudes del día a día en el trabajo, evitando que la persona se sienta superada por las circunstancias o quemada por el estrés. Una de esas intervenciones se basa en la identificación y el desarrollo de las fortalezas personales de cada trabajador para ayudarle a ser más efectivo y tener mayor éxito en todo lo que se proponga.

Algunas de esas fortalezas son la valentía, la amabilidad, la curiosidad o la gratitud. Cuando la persona las utiliza en su día a día su nivel de satisfacción en el trabajo tiende a ser mayor y su motivación intrínseca también aumenta.

Pero, para que los adultos lleguen a beneficiarse de esas fortalezas, primero tienen que haberlas edificado dentro de sí mismos desde niños. Aprendiéndolas de sus padres, de sus maestros, de sus hermanos mayores, de lo que han leído, de lo que han visto, de todo su entorno.

Para que un trabajador adulto consiga centrarse al cien por cien en lo que está haciendo en sus horas de trabajo y logre desconectar totalmente de él cuando esté con su familia o disfrutando de su tiempo de ocio como mejor lo disponga, tiene que haber aprendido antes que tiene en sí mismo recursos suficientes como para poder hacerlo. Y eso sólo es posible si le han permitido ser un niño y comportarse como tal en el tiempo que la vida le dio para ser y sentirse niño.

Dejemos que los niños jueguen y construyan sus castillos de arena en su tiempo para hacerlo. Dejemos que sus pequeñas grandes mentes vuelen y les muestren desde lo más alto el camino a seguir para alcanzar sus grandes sueños.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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