Caminos o Destinos

Cuando disertamos sobre la vida, no son pocas las veces en que recurrimos a compararla con un camino que cada uno tenemos que recorrer más o menos acertadamente.  Algunos de esos caminos resultan muy largos y sobrados de anécdotas, otros son muy cortos al interrumpirse bruscamente por una temprana enfermedad o por algún desgraciado accidente. Hay caminos fáciles y otros que se antojan demasiado abruptos. A veces pueden parecer suaves como el algodón o como el césped recién recortado y otras ariscas como afiladas piedras que nos acaben destrozando los pies.

Muchos escritores y poetas han recurrido al sinónimo del camino para darnos su visión de la vida y hacernos reflexionar sobre las nuestras. Quizá entre ellos destaque el inigualable Antonio Machado. “Caminante no hay camino; se hace camino al andar”.


Aunque otros autores más contemporáneos siguen hablándonos en sus libros de caminos que debemos andar para llegar a dónde sólo nosotros decidimos que queremos ir. La evolución avanza y nosotros avanzamos con ella, pero portando ideas que, aunque nos parezcan nuevas la primera vez que las oímos o las leemos, son tan viejas como la misma humanidad. El mensaje de los “maestros de la vida” de ahora es el mismo que el que pregonaban los “maestros de la vida” de la Atenas clásica o de cualquier ciudad en tiempos del Renacimiento o de la Ilustración: “Conócete a ti mismo y échate a andar, labrando con tus pasos el camino que acabará llevándote a donde tú decidas ir. Ese camino no existe aún. Tienes que construirlo tú, a base de caerte y de levantarte, a base de andarlo y desandarlo cada vez que tu intuición se equivoque. Igual que no hay dos personas iguales, tampoco puede haber dos caminos idénticos. Cada uno tendrá que labrarse el suyo y atreverse a recorrerlo”.

Ese consejo se podría resumir en una sola palabra: ESFUERZO.

Pero no todos los que disertan sobre la vida acostumbran a hablar de caminos. Muchos prefieren hablar del destino y llegan a creer y a intentar hacer creer a quienes les rodean que la vida es sólo cuestión de suerte y que unos la tienen desde su nacimiento y otros no consiguen encontrarla nunca. Estas personas acostumbran a mostrar conductas supersticiosas y a recurrir a las llamadas ciencias ocultas para conseguir algo de ayuda a la hora de lidiar con sus singulares vidas. Si pensamos por un momento en la cantidad de videntes, tarotistas, santeros, espiritistas, astrólogos e ilusionistas que se anuncian en la prensa, en internet y en televisión, no es difícil adivinar que una considerable parte de la población española prefiere gastar el dinero que a veces no tiene en indagar sobre su supuesto futuro antes que invertir su esfuerzo en tratar de mejorar su presente.

No hace falta añadir que si la psicología en España gozase de la buena salud que tienen en este momento en nuestro país las ciencias ocultas, quizá podríamos considerarnos europeos en el trato dado a la salud mental. Pero la mayoría de la gente se niega a pagar para que alguien intente mostrarle dónde se equivoca y le muestre opciones más saludables y en cambio no se lo piensa apenas cuando decide marcar un número de teléfono para que cualquier farsante con sobradas dotes de persuasión, les vaya diciendo todas las barbaridades que esa persona desea oír, independientemente de que se lleguen a cumplir o no. ¿Dónde está el truco del éxito de estos oportunistas? Precisamente en que no le piden a la persona que se esfuerce en absoluto. “Tu destino está escrito en las cartas. Pronto recibirás una gran sorpresa. Alguien de tu pasado volverá para arreglarte la vida. Te tocará la lotería. Encontrarás el trabajo de tu vida. Conocerás a una persona extraordinaria …”  Con frases hechas como éstas se ganan a una clientela que no les cuestiona en absoluto ni duda en seguir llamándoles, aunque eso incremente sus facturas de telefonía hasta extremos preocupantes.

Siempre argumentan el destino como el motor de nuestras vidas e incluso a veces utilizan el despropósito de recomendar conjuros diversos para lidiar con todo tipo de problemas. Como si las velas, los rezos, las promesas o la quema de diferentes hierbas aromáticas pudiesen obrar el milagro de arreglarnos a nosotros la vida.

Nuestra vida sólo es responsabilidad nuestra y sólo está en nuestras propias manos la posibilidad de reconducirla o de hundirnos en nuestros fracasos.

Enseñemos a nuestros niños desde la cuna que su futuro está en sus manos y en sus pies, en el camino que sean capaces de construir ellos mismos y no en esas estrellas tan brillantes que sabemos de antemano que nunca alcanzarán, entre otras cosas porque se encuentran a millones de años luz de ellos. Mostrémosles la versión de la realidad que sean capaces de comprender a cada edad y hagamos que germinen en sus jóvenes mentes las semillas de la curiosidad, de la crítica constructiva, de la duda, de la autoestima, de la perseverancia, del respeto por lo diferente, de la empatía ante el dolor ajeno, de la creatividad y del deseo de descubrir aquello que aún no conocen. Alentémosles a  indagar su mundo y el de los demás, a que no se dejen paralizar por los miedos o la desconfianza, a que luchen por aquello en lo que creen y a que persigan sus sueños, sean los que sean. Pero, sobre todo, no les hablemos del destino ni de la suerte como si fuesen elementos que decidan nuestras vidas sin que podamos cambiar sus veredictos.

La suerte es como una semilla que hay que plantar y regar hasta que de ella surja una planta que deberemos abonar y podar cada vez que sea necesario si queremos verla crecer y madurar en nuestras vidas. Y el destino es lo que nosotros decidimos hacer con todo lo que nos pasa. No podemos cambiar los sucesos que no dependen de nosotros, pero siempre podremos decidir cómo nos afectarán a la hora de cargar con ellos en los siguientes tramos de nuestro particular camino.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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