Quejándonos por Estar Vivos
Dicen algunas fuentes, y en muchas ocasiones no faltas de
razón, que uno de nuestros deportes nacionales es la queja. Tal vez la llevamos
impregnada en los genes o la aprendemos a base de mirarnos en nuestros adultos
de referencia, pero el caso es que nos encanta quejarnos continuamente de todo
aquello que no resulta ser como esperábamos que fuera.
Nos
pasamos la vida quejándonos de los políticos, pero no por ello dejamos de
votarles. También nos quejamos de los médicos, pero ante el menor indicio de
enfermedad, acudimos a ellos corriendo y olvidando muy rápido lo que pensamos
de ellos al salir del último reconocimiento. Hablamos mal de los padres, de las
madres, de los hijos, de los hermanos y de todo aquel que tenga un vínculo de
sangre con nosotros, pero luego no sabemos vivir sin ninguno de ellos. También
criticamos a los amigos y ellos nos critican a nosotros, pero al reencontrarnos
con ellos nos hacemos creer a nosotros mismos que nada de lo que hemos dicho
los unos de los otros iba en serio. Nos quejamos también de los precios de
todo, pero nos negamos a cambiar de costumbres a la hora de vestirnos, ni de
comer, ni de salir a divertirnos. Y si hay algo de lo que nos quejamos siempre,
independientemente de que nos paguen mejor o peor ni de que nos haga sentir
realizados o no, es del trabajo. Los jefes siempre están en el punto de mira de
los practicantes de la queja. Constituyen la diana perfecta hacia la que lanzar
sus dardos envenenados y sus muestras de desprecio. Pero cuando algunos de esos
jefes reta a esos empleados quejosos a aportar ideas para cambiar esa
situación, la respuesta suele ser tan inmediata como recurrente: “A mí no me
pagas para que haga tu trabajo, sino el mío. No estoy aquí para pensar cómo
puedes mejorar tú”
Brillante
forma de escurrir el bulto y de perpetuarnos en no cambiar las cosas, como si
en el fondo nos diera miedo que éstas mejoraran, porque sin motivos para
quejarnos la vida se nos antojaría más insípida, menos jugosa.
Es como
en algunos ejemplos de pacientes que acuden a una terapia sistémica en que le
piden al terapeuta que les arregle el problema que les ha llevado a su
consulta, pero sin cambiarles a ellos. Como si tal cosa fuese posible. Para
cambiar una situación, primero hemos de mentalizarnos de que tenemos que
cambiar el modo cómo actuamos en ella y, si cambiamos nuestro modo de actuar,
estaremos cambiando también nosotros. Porque somos lo que pensamos y abrirnos a
nuevas posibilidades siempre nos comportará realidades distintas que acabarán
por hacernos distintos a como hemos estado siendo hasta hoy.
Practicar
la queja siempre resulta muy cómodo y nos proporciona infinidad de excusas para
justificarnos y para seguir anclados en nuestra zona de confort, donde nos
sentimos los más sabios, los más experimentados, los más envidiados, los más
fuertes, los más coherentes y a veces también los más incomprendidos. Porque
los demás siempre van a lo suyo, sin reparar en todo lo que se supone que
hacemos por ellos. Si alguien debe cambiar, siempre son esos otros, porque
nosotros somos geniales tal y como somos.
Qué
placentero nos resulta cultivar ese ego nuestro y dejar que se hinche y se
vanaglorie de sus virtudes y de sus logros. Pero luego nos lamentamos de que en
ese pedestal que nosotros mismos hemos construido para erigirnos sobre él
estamos más solos que la una, porque nadie nos acompaña y, si alguien accede a
hacerlo, no se queda mucho tiempo, porque le resultamos insoportables.
Si en
lugar de ver sólo nuestras hipotéticas virtudes y los supuestos defectos
imperdonables de los demás, nos dignásemos a ampliar nuestro campo de visión,
quizá alcanzaríamos a ver también nuestros defectos y las virtudes de esos
otros a los que tanto criticamos.
Porque
ese médico con cuyo dictamen no estamos de acuerdo, quizá le salvó la vida a
muchas personas que no se cansarán de hablar maravillas de él. Y ese jefe que
nos parece tan explotador y tan patético, al fin y al cabo, es quien nos da la
oportunidad de pagar nuestras facturas honradamente. El no tenía ninguna
necesidad de complicarse la vida montando una empresa. Podría haber optado por
invertir en bolsa o trabajar como freelance desarrollando su actividad sin
necesidad de complicarse la vida contratando más empleados. Pero prefirió
arriesgarse y, gracias a su osadía, tenemos un trabajo mejor o peor
pagado, pero digno y, gracias a ello, podemos seguir con nuestras vidas sin
pasar las necesidades que pasa mucha gente.
No
tenemos ninguna obligación de ser amables y respetuosos con los demás y con sus
opciones de comportamiento, ideología y vida. Pero imaginémonos, por un
momento, cómo sería el mundo si nadie en él fuese amable y respetase la
libertad de los demás de ser como elijan ser. No quedaría nadie vivo sobre la
tierra. Seríamos todos tan egoístas, tan pendencieros y tan insoportables que
nos aniquilaríamos unos a otros a la menor oportunidad. Pero, por suerte para
todos nosotros, en este mismo mundo en el que siguen cayendo tantas bombas
sobre inocentes todos los días, también se mueven muchísimas personas que,
alejándose de la queja como opción de vida, eligen sonreír, dar la mano, besar,
compartir, soñar, abrazar, perdonar y ayudar a cuantos se cruzan en su campo de
visión. Porque se atreven a mirar más allá del defecto o de la conducta
inoportuna para descubrir la esencia de la persona que tienen delante,
aprendiendo la importancia de separar la persona de los actos que comete y
comprendiendo que nadie es mejor que nadie, pero tampoco peor.
Cada ser
humano constituye un universo único que siempre vale la pena intentar indagar
hasta sus rincones más escondidos, porque nadie nos dejará indiferentes si
persistimos en nuestra osadía de descubrirle tal cual es.
Mientras
tengamos la enorme suerte de estar vivos, de mantenernos más sanos que enfermos
y de tener un techo bajo el que cobijarnos y un plato de comida en nuestras
mesas, intentemos dejar de quejarnos por el simple hecho de estar vivos. La
vida es la mayor lotería que podemos disfrutar. No la enturbiemos con quejas ni
recriminaciones absurdas. Muchos otros en el mundo, aunque sea Navidad, no
tienen nuestra suerte. Ellos sí tendrían motivos para quejarse de sus
desgracias: padres que han visto morir a sus criaturas tras el bombardeo que ha
derribado su casa; niñas que lloran impotentes porque sus padres las han
vendido a un prostíbulo para poder alimentar a sus otros hijos más pequeños;
hombres, mujeres y niños que mueren cada día en muchos rincones olvidados del
mundo por haber contraído enfermedades que aquí ya nos resultan inofensivas, o
personas que lo han perdido todo y dormitan en cualquier cajero automático de
cualquiera de nuestras ciudades. Podríamos seguir enumerando durante horas
muchas más realidades que mucha gente tiene cada día la desgracia de vivir o de
no sobrevivir. Los muertos ya no pueden quejarse.
Los que
tenemos la fortuna de vivir realidades más acogedoras y más libres, deberíamos
tener la precaución de aprender a no quejarnos a la ligera, pensando un poco en
los que están peor que nosotros, en lugar de enfocar nuestro punto de mira
hacia quienes supuestamente viven mejor. Tener más nunca ha sido sinónimo de
mayor calidad de vida. En cambio, necesitar lo mínimo para permitirnos vivir a
gusto bajo nuestra piel resulta una muy sana opción de vida y un modo muy
asequible de conquistar nuestra libertad.
Estrella
Pisa
Psicóloga
col. 13749
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