Tendencias Políticas y Mercado Laboral

Cuando cada día llegamos a casa y oímos las noticias, rara es la vez que alguna de ellas no se refiera a la grave situación de paro que sufre nuestro país desde hace casi una década. Si a ello le añadimos el hecho de que las cotizaciones a la seguridad social de las personas que se mantienen en activo son muy inferiores a las que serían deseables para asegurar la sostenibilidad de nuestro sistema de pensiones, nos da la sensación de que el futuro que se nos avecina puede ser aún mucho peor que este sofocante presente.

Desde la instauración de la Democracia, España ha padecido otras crisis económicas. Cuando el 28 de octubre de 1982 el PSOE consiguió llegar al gobierno, una de sus promesas electorales era la creación de 1.800.000 puestos de trabajo para erradicar el problema del paro. Después de sucesivos gobiernos del mismo color político, esa cifra no se llegó a alcanzar ni de lejos y también se incumplieron otras promesas, como la de no entrar a formar parte de la OTAN. Los casos de corrupción se hicieron pronto un hueco valiéndose de los cauces por los que discurrían los fondos sociales europeos cuyo destino era la formación de los trabajadores y los parados. Esos cauces acababan desviándose en algún punto de la corriente del río hacia bolsillos muy ajenos a la problemática de los parados y sus familias. Fueron años duros en los que la reconversión industrial, que tan duramente golpeó a los trabajadores de los astilleros de toda nuestra costa norte, hizo estragos en el panorama socioeconómico. La creación del GAL (Grupo Antiterrorista de Liberación) para intentar luchar contra ETA tampoco fue ningún ejemplo de transparencia, ni de decencia, ni de legitimidad. No podemos acusar de terrorista a un grupo cuando, para combatirlo, nos estamos convirtiendo nosotros mismos en otro grupo terrorista, igual de sanguinario, igual de fanático, igual de injustificable y de condenable.

Siempre se ha dicho que nuestro país tiene un problema con la izquierda. Cuando está en la oposición promete el oro y el moro, sacando trapos sucios de debajo de las piedras para avergonzar a sus adversarios de la derecha en un intento de erigirse como la opción más responsable, la más preocupada por la realidad que sufre el pueblo, quizá porque es capaz de hablarles utilizando su mismo lenguaje para decirles lo que esperan oír. Pero, cuando alcanzan el poder, tienden demasiado rápido a convertirse en otras personas y a cambiar su escala de prioridades. Quizá por eso, un día u otro, vuelve a ganar la derecha y nos extrañamos, porque a los de derechas se les ve venir. Pero, cuando la gente se desilusiona al ver incumplidas las promesas de la izquierda, sólo ven dos opciones viables: o decantarse por el cambio y votar a la derecha o quedarse en casa y abstenerse de acudir a las urnas.

Cuando en 1993 José María Aznar llegó al poder estábamos en plena crisis económica, teníamos una elevada tasa de paro y estaba muy de moda contratar a personas de entre 16 y 20 años, porque esos contratos estaban bonificados por la seguridad social. Esa había sido una de las estrategias de la ejecutiva de Felipe González para paliar el desempleo entre los jóvenes. Pero esa medida provocó que muchas personas que tenían más de veinte años se sintiesen por primera vez en sus vidas demasiado mayores para trabajar de empleadas en un supermercado, o como dependientes o dependientas en una tienda, o para acceder a una vacante en una oficina. El primer gobierno popular de la democracia empezó con ganas de poner las cosas boca arriba y de reparar todo lo que los gobiernos anteriores habían hecho mal. Hizo cosas que estuvieron bien. Consiguió crear puestos de trabajo y todo daba la sensación de que estábamos en el buen camino. “España va bien” fue una de sus frases más repetidas durante su legislatura. Tuvo que pasar más de una década para que entendiéramos el porqué de aquel milagro de recuperación.

El 11 de marzo de 2004, en plena campaña electoral, un acto salvaje, fanático, espeluznante, desproporcionado y dantesco nos sacudió a todos como lo hubiera hecho un terremoto. La masacre tuvo lugar en la estación de Atocha, en Madrid. Unos fanáticos pusieron bombas en cuatro trenes de cercanías. Murieron 192 personas y otras 1858 resultaron heridas. Fue el mayor atentado perpetrado en Europa desde 1988.
Monumento "Palabras al Cielo" en memoria de las víctimas del atentado del 11M en Atocha- Madrid

En un primer momento, la ejecutiva de Aznar intentó señalar a ETA como autora de la masacre, porque veía peligrar las elecciones si se sospechaba del terrorismo islámico cayendo en la cuenta de que la caída de las torres gemelas en New York había tenido lugar justo dos años y medio antes.

La investigación policial no tardó en dilucidar que ETA no había tenido nada que ver en el atentado y en confirmar la autoría del fanatismo islámico. El pueblo interpretó aquella evidencia como la constatación de que el atentado era la venganza de los terroristas islámicos contra la intervención de nuestro país en el conflicto bélico de Irak y Afganistán. Eso decantó la balanza para favorecer que los socialistas, con José Luis Rodríguez Zapatero a la cabeza, consiguiesen de nuevo el poder. Zapatero cumplió su promesa de retirar las tropas españolas de Irak, formó un gobierno donde las mujeres cobraron mucho peso, promulgó nuevas leyes como la de la igualdad y permitió la aprobación del matrimonio homosexual. No se le puede negar que hizo algunas cosas bien, pero al sorprenderle la crisis, pecó de iluso y tardó demasiado tiempo en reaccionar. Intentó hacerle creer al pueblo que la situación no era tan grave, engañándose a sí mismo y pretendiendo engañar también a Europa. La burbuja que se había empezado a inflar en los años del “España va bien” de Aznar, estalló sin remedio, arrasándolo todo, devolviéndonos a la realidad a cuantos creímos que, de verdad, ricos y pobres podíamos vivir igual.

En 2011 retomaron el poder los populares, con Mariano Rajoy al frente. Se encontraron un país con un índice de paro desproporcionado, con montones de familias desahuciadas por no poder pagar las hipotecas o los alquileres de sus casas, con niños que habían perdido su beca de comedor y, literalmente, pasaban hambre, etc. Sus medidas de actuación han levantado muchas ampollas, su obediencia ciega en recetas de austeridad a Merkel y a otros mandatarios europeos le han valido muchas críticas y sus famosos recortes en sanidad, educación, infraestructuras y leyes tan antidemocráticas como la “ley mordaza” le han hecho de lo más impopular. Pero la gente le ha seguido votando, pese a la irrupción en el panorama político de las nuevas izquierdas, como Podemos, y también pese a la corrupción que tanto apesta entre sus filas.

En más de cuarenta años de democracia no hemos dejado de tropezar con las mismas piedras, al confiar en que uno u otro partido nos solucionarían los problemas. En la práctica, la izquierda y la derecha se han demostrado del todo incapaces de arreglar ninguna situación de una manera que nos satisfaga a todos por igual, porque cada partido acaba mirando por sus propios intereses y por los de los empresarios que les han puesto en el poder. Sus políticas, sus leyes y sus medidas se enfocan para lograr esos intereses particulares, independientemente de que al pueblo le resulten acertadas o no.

El mercado laboral no está exento de la influencia de dichas políticas, leyes y medidas. Independientemente del color que tenga el partido que gobierna, sus decisiones acabarán afectando a la clase trabajadora.
Cuando se acuerda una reforma laboral en la que se pactan medidas para incentivar la inserción laboral de un colectivo u otro, de algún modo se está discriminando al resto de parados o trabajadores que no encajan en ese perfil, que siempre viene delimitado por la edad.

En la última reforma laboral, se aprobaron una serie de contratos que, lejos de solucionar el tema del paro, lo que consiguen es precarizar cada vez más el mercado laboral español.

Entre esos contratos está el indefinido con un período de un año de prueba. La realidad ha demostrado que, lejos de conseguir más empleos fijos, lo que estamos haciendo es tener a una persona trabajando durante un año, para comunicarle justo el día antes de que finalice su contrato que no supera ese período de prueba y contratar al día siguiente a otra persona en su lugar con el mismo tipo de contrato. 

Otro de esos contratos críticos es el de formación. Siempre se había entendido que un contrato de formación estaba pensado para jóvenes de entre 16 y 21 años que buscaban su primer empleo o que querían aprender un oficio. Desde la última reforma laboral, es posible hacer ese tipo de contratos hasta los 30 años, siempre que no se baje de un determinado porcentaje de paro. Un contrato de formación implica trabajar sólo el 75% de la jornada y dedicar el resto a formación teórica, bien presencial u online y el sueldo a percibir no puede ser inferior a la parte proporcional del 75% del salario mínimo interprofesional, aunque sí podría ser superior. Si una empresa, con la ley en la mano, puede pagar 500 euros, difícilmente estará por la labor de pagar 600 o 700. El caso es que nos podemos encontrar con una persona de 28 o 29 años, que tenga cargas familiares y que tenga que vivir con ese tipo de contrato y esa miseria de sueldo, teniendo que sentirse afortunado, porque otros no tienen ni eso.

Ya en anteriores reformas se había ido contemplando la incentivación de la contratación de mayores de 45 años si se les ofrece, de entrada, un contrato indefinido. Pero no todas las empresas ven atractiva esa opción. Y lo que se acaba haciendo es discriminar a las personas que pasan de una determinada edad, en pro de personas más jóvenes o con más formación.

En un mundo tan cambiante y en el que todo pasa tan deprisa, preocuparnos por hacer contratos indefinidos o temporales debería ser lo menos relevante. Se ha hablado muchas veces del contrato único. Eso simplificaría muchísimo más las relaciones laborales. Las empresas deberían poder contratar a una persona mientras la necesiten, sin tener que preocuparse de contar el tiempo ni de cómo justificar esos contratos ideando motivos que les parezcan convincentes a los inspectores de trabajo.

Bonificar ciertos contratos es una práctica que debería erradicarse. En una situación como la que atravesamos en España, en la que peligran las futuras pensiones y tenemos un gasto social en ayudas no contributivas que se nos escapa a todas luces de la partida presupuestaria destinada a tales fines, ninguna empresa debería pagar menos seguridad social por ningún empleado. Algunas fuentes se quejan de que contratar un trabajador sale muy caro y de que en España montar una empresa conlleva aventurarse en un entramado de burocracia asfixiante, si lo comparamos con los trámites que se requieren en otros países mucho más avanzados que el nuestro.

Quizá la solución no sea bonificar contratos, ni permitir que ciertas empresas se constituyan como una SICAV para eludir impuestos. Sería preferible simplificar los trámites y rebajar en algún punto razonable las cuotas a la seguridad social de todos los contratos. Si ninguna empresa se bonifica y todas pagan lo que deben pagar, lo más probable es que la Seguridad Social acabe ingresando más por el mismo número de contratos. Ya no hablemos de si todas las empresas pagasen los impuestos que realmente deberían abonar a la Hacienda Pública.

Si a todo esto le añadiésemos las cotizaciones y los impuestos de las empresas y los trabajadores que operan en la economía sumergida… no estaríamos hablando de un país en crisis, sino de un país muy rico.

No podemos pretender que ningún gobierno venga a arreglarnos la vida. Tanto si estamos trabajando como si estamos en situación de paro, no va a venir ningún político con una barita mágica a mejorar nuestras condiciones particulares, porque ellos se deben a quienes les han ayudado a alcanzar su poder, a ésos que han financiado sus campañas electorales a cambio de que ellos propongan y aprueben leyes que les beneficien en sus intereses.

Dejémonos de derechas y de izquierdas. El poder las acaba corrompiendo a todas por igual.

Por desgracia, estamos a años luz de países como Islandia o como Suiza, donde todo se consulta a sus ciudadanos y los políticos lo son por vocación de ayudar a su pueblo, desplazándose en transporte público y recibiendo sueldos muy normales a cambio de su dedicación.


Dejemos de seguir los sueños de ningún líder y atrevámonos a soñar los nuestros, a sembrar lo que queremos recoger, a trabajar en nuestra propia reconstrucción, a reinventarnos las veces que haga falta para no permitir que nos expulsen del mercado laboral las políticas, las leyes y las medidas que dicten unos señores que nunca se han tenido que preocupar de mantenerse a flote en un mercado laboral que es como una noria gigante que no para de girar y de la que nunca deja de subir ni bajar gente, que lo único que pretende es no perderse a sí misma, no aislarse de la realidad, no dejar de contar para nadie.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749


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