Externalización, Globalización y Esclavitud

Lamentablemente, en este país nuestro que parece cerrar por vacaciones en agosto, estamos demasiado acostumbrados a soportar huelgas de diferentes servicios todos los veranos o todos los puentes estratégicos. La mayoría de estas protestas las han protagonizado los controladores aéreos y muchos nos hemos escandalizado por sus reivindicaciones cuando, ya de por sí, disfrutan de salarios que los ciudadanos medios o bajos no podemos ni llegar a soñar.

Ni que decir tiene que los trabajadores de RENFE nos tienen más que habituados a sus continuas huelgas, con las que acaban perjudicando a muchos otros trabajadores que dependen de sus servicios para acudir cada día a sus puestos de trabajo y a quienes eligen el tren como medio de transporte para sus vacaciones.

Meses atrás, los protagonistas de estas huelgas fueron los estibadores portuarios. Sus reivindicaciones alentaron no poca polémica, pues también parten de salarios nada desdeñables. Pero la cuestión es que ellos no pedían un aumento salarial, sino el mantenimiento de sus condiciones actuales.

En estos tres casos, estamos hablando de trabajadores que perciben unos salarios muy por encima de la media española y que, en comparación con el sector de población cuyos sueldos serían equiparables, adolecen en general de un nivel formativo y de unas competencias bastante inferiores. Pero, como los controladores aéreos y como los estibadores, no dejan pasar ni una por miedo a perder parte de sus privilegios. Al tener la suerte de depender de unos sindicatos fuertes y tener la paella por el mango, porque saben de sobra que, si ellos paran, se para gran parte del país, se permiten el derecho a protestar cada vez que se les brinda la oportunidad de hacerlo. Otros trabajadores de otros sectores, que seguramente tendrán muchos más motivos para airear públicamente sus reclamaciones, simplemente optan por callar, porque saben que ellos no tienen la paella por el mango y que son tan intercambiables como los cromos. Tienen grabado a fuego el: “Si no te gusta, ahí tienes la puerta”.

Estas últimas semanas,  sin embargo, nos ha sorprendido otra huelga de trabajadores que responden a un perfil completamente distinto. Trabajan para una empresa de servicios que abarca prácticamente todos los sectores de actividad. Ellos son vigilantes de seguridad y realizan sus funciones en los controles de los aeropuertos, pero sus salarios distan mucho de parecerse a los de los guardias civiles que realizan esas mismas funciones y sus jornadas laborales se pueden llegar a multiplicar fácilmente por dos.

Son víctimas del fenómeno de la externalización de servicios, tan tristemente extendido en nuestro país en la última década.

Si recurrimos al sentido común para tratar de analizar y entender las situaciones que  vivimos, deduciríamos fácilmente que, cuantos más intermediarios encontremos entre alguien que vende un producto o un servicio y el comprador o receptor último del servició, más alto resultará su precio final. Por el mismo razonamiento, adquirir un producto que se ha fabricado en la otra punta del mundo siempre nos debería resultar mucho más caro que si se lo compramos a un fabricante local o al tendero de la esquina.

Pero el caso es que ese sentido común nuestro deja de tener sentido y la lógica deja de serlo para demostrarnos que las empresas reducen costes con la externalización y los consumidores occidentales pueden comprar cualquier producto a precios más reducidos gracias a la globalización.

¿Cómo es esto posible?

La respuesta está en un tercer factor que va necesariamente de la mano de la externalización y la globalización: la esclavitud.

Monumento a las víctimas de la esclavitud en Rotterdam
Cuando hablamos de esclavos fácilmente nos vienen a la memoria las imágenes de las películas ambientadas en la zona del Mississipi, en que unos despiadados capataces de los blancos azotaban a sus esclavos negros hasta la extenuación por cualquier pequeña supuesta falta. También podemos pensar en los esclavos de la antigua Roma o en los siervos de la edad media o, más recientemente, en los esclavos del nazismo, del franquismo o del comunismo. Pero tardamos bastante más en asociar la esclavitud con la realidad de muchos trabajadores españoles en el siglo XXI. Cuesta pensar que alguien con trabajo estable en nuestro país se pueda estar sintiendo como un esclavo porque, por más horas que trabaje, nunca llega a final de mes. Por mucho potencial que tenga y mucha iniciativa que demuestre, nunca dejará de ser un número, una tarjeta de fichaje, una pieza de un engranaje sin freno.

Ya no hablemos de los trabajadores temporales o de los que trabajan sin contrato. Obligados a vivir al día, sin poder hacer planes de futuro, ni de presente. Da igual si tienen mucha formación académica o no tienen apenas ninguna, da igual que se llamen Pepito o Mamadou, que tengan papeles o no los tengan, que tengan experiencia o aún estén buscando el primer empleo. El caso es que todos representan la misma carne de cañón, la misma mercancía con la que comerciar de una forma o de otra.

Mientras se sigan privatizando empresas públicas y las grandes empresas sigan utilizando la fórmula de la externalización para abaratar sus costes de producción y de logística, el mercado de esclavos seguirá creciendo y, lo más triste, es que todos seremos cómplices de ello. Porque esta historia es como la del pez que se muerde la cola. A todos nos viene bien comprar más barato porque, con los sueldos tan bajos que los ciudadanos medios tenemos hoy en día, no podemos permitirnos ir a comprar al tendero de la esquina, por mucho que reconozcamos que sus productos son de mejor calidad  que los que le compramos a las grandes superficies de los chinos o de las marcas low cost.

Si todos tuviésemos los salarios que realmente merecemos podríamos consumir productos de proximidad y no seríamos cómplices de la explotación de niños y adolescentes en los talleres de la India, Pakistán o Bangladesh. Si pudiésemos pagar los vuelos de nuestros viajes al precio que tocaría, no tendríamos necesidad de volar con compañías de bajo coste y quizá empresas como Aena no tendrían necesidad de recurrir a externalizar el servicio de control de seguridad en sus aeropuertos a empresas que no tienen ningún reparo en explotar a sus trabajadores.

Lo mismo ocurre con muchos otros sectores, como es el caso de la hostelería. Es vergonzoso ver cómo grandes hoteles externalizan sus servicios de camareras de pisos a empresas que les pagan una miseria a cambio de un ritmo de trabajo frenético.

Dicen que lo barato siempre acaba saliendo caro. Para muchas personas en este país, el crecimiento de la productividad y de la competitividad en los diferentes mercados en los que opera nuestra saqueada economía, nos está pasando una factura demasiado elevada. Estamos perdiendo nuestros derechos y muchas de las conquistas que otros trabajadores que nos precedieron consiguieron a base de lucha, sangre, sudor y lágrimas.

Aunque nos `parezca que la jornada del domingo siempre haya sido festiva, quizá por aquello de que Dios creó el mundo en 6 días y el séptimo descansó, la realidad es que en España no se instauró el descanso dominical hasta el año 1904.

En 1919, después de una huelga de 44 días iniciada por los trabajadores de La Canadiense en Barcelona, el que fuera por aquel entonces jefe del estado, el Conde de Romanones, aprobó el decreto de las ocho horas, justo antes de ser relevado de su cargo. España se convirtió así en el primer país del mundo con una jornada de ocho horas diarias por seis días a la semana.

Más adelante en el tiempo, en los años 30, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) recomendó la aplicación de la jornada de 40 horas semanales, pero los españoles tendrían que esperar hasta el año 1983 para verla implantada y para que se les reconociese el derecho a disfrutar de 30 días de vacaciones pagadas al año.

Si tenemos en cuenta todos estos datos, cuesta no caer en la evidencia de que nuestro país, al menos en lo que se refiere a derechos laborales y sociales, en lugar de ir hacia adelante, camina hacia atrás como los cangrejos, porque muchos trabajadores españoles darían lo que fuese por tener una jornada de ocho horas diarias y dos días de descanso a la semana, pese a que tengan la suerte de tener un contrato indefinido.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749


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