Dando Gracias a la Vida
Los seres humanos somos tremendamente
peculiares en muchos aspectos. Comparados con el resto de animales, presumimos
de capacidades que, teóricamente, abalarían nuestra supuesta superioridad, pero
al tiempo cometemos errores garrafales cada vez que abrimos la boca, o damos un
paso, o bajamos los ojos para intentar pensar.
Hemos desarrollado habilidades que,
indudablemente, nos han permitido realizar cosas increíbles que nos han acabado
facilitando mucho la vida y han contribuido también a prolongárnosla. Nuestro
día a día de ahora no tiene nada que ver con el día a día de un ciudadano medio
del Paleolítico o de la Roma imperial; tampoco con la de un pobre obrero del
siglo XIX en cualquier capital europea o americana.
Nuestro ingenio y nuestra astucia han sabido
ir adaptando los recursos de que disponíamos a los nuevos tiempos, yendo a
veces por delante de ellos, abriendo nuevas posibilidades, poniendo vendas
antes de que se produjesen las heridas.
Nuestras rutinas diarias del presente habrían
hecho las delicias de nuestros abuelos. Pero a nosotros, en cambio, nos parecen
tediosas y nos quejamos constantemente de ellas.
Realmente, los humanos somos una especie muy
curiosa… Nos acostumbramos con demasiada facilidad a todo lo bueno, pero
siempre nos cuesta adaptarnos a circunstancias menos propicias. A la hora de
hacer balance de lo vivido, tendemos a considerar que siempre nos podrían haber
ido mejor las cosas. Porque nunca estamos contentos con lo conseguido. Nunca
tenemos suficiente dinero, ni suficiente salud,
ni suficiente cariño por parte de aquellos a quienes, supuestamente, amamos.
¿Por qué nos costará tanto acordarnos de
quienes están mucho peor que nosotros?
Desear siempre lo mejor es como jugar con un
arma de doble filo: si conseguimos nuestros retos, nos sentiremos muy
satisfechos, pero si fracasamos en el intento, la decepción nos causará un daño
terrible. En cambio, si fuésemos un poco más realistas en nuestras pretensiones
y nos fijásemos metas más asequibles a nuestras verdaderas posibilidades, el
éxito sería mucho más probable y el fracaso, si se diese, no nos dolería tanto.
Con la comida nos pasa lo mismo. Todos
sabemos que abusar de ciertos ingredientes alimenticios como el azúcar, la sal,
las grasas o los platos precocinados puede acabar minando nuestra salud
provocándonos enfermedades cardíacas o metabólicas (hipertensión, obesidad,
diabetes, etc). Pero, cuando estamos en casa aburridos y no paramos de asaltar
la nevera para acallar la sensación de hambre continua que continuamente nos acecha, lo que
nos apetece es precisamente todo eso que a la larga tanto nos va a perjudicar:
chocolate, galletas, embutidos, queso, pizza, refrescos azucarados o incluso
alcohol. A los niños les pasa lo mismo con las chucherías o la bollería industrial.
Es como si tales alimentos contuviesen expresamente alguna sustancia adictiva
que nos impidiese dejar de consumirlos.
Porque no podemos resistirnos al efecto
placentero de los refuerzos inmediatos y lo que nos pase después, lo
arrinconamos a un segundo plano con una
ligereza que debería darnos miedo, porque tarde o temprano, esas consecuencias
que no queremos tener en cuenta nos pasarán factura. Igual que la decepción por
embarcarnos en retos que no estaban a nuestro alcance.
El principal error que cometemos los humanos
es creer que vamos a estar aquí para siempre y confundir el ser con el tener.
Para vivir no necesitamos tanto como creemos. Basta con conocernos un poco
mejor y escucharnos más. De hacerlo, nos daríamos cuenta de que buena parte de
nuestro particular discurso se fundamenta en la queja. Y la queja, lejos de
ayudarnos, nos dificulta mucho más nuestro viaje por este mundo. Porque es como
un lastre que nos prohíbe avanzar al ritmo adecuado y nos acaba envenenando a
medio camino, si no lo hace antes.
Concienciarnos de quienes somos y de todo lo
que hemos aprendido en la vida, nos aleja de esa queja enfermiza y nos lleva de
la mano hacia una opción mucho más sana y constructiva: la práctica del
agradecimiento.
Realmente, por muy mal que consideremos que
nos haya ido o nos esté yendo en la vida, siempre hemos de dar las gracias por
demasiadas cosas. En primer lugar, por haber nacido y por haber tenido los
padres que hemos tenido. Sin ellos, sin su generosidad y su entrega
incondicional, nunca habríamos salido adelante en una jungla en la que los
bebés humanos son los seres más indefensos e inútiles de todas las especies
animales.
Tampoco seríamos quienes somos si no
hubiésemos tenido la suerte de contar con los maestros que tuvimos, fuesen como
fuesen y nos enseñasen lo que nos enseñasen. Ellos nos mostraron un camino y un
modo de caminar. Más o menos correcto, pero eso ahora es lo de menos. Lo que importa
es la influencia que ejercieron en nosotros y lo que nosotros hemos sido
capaces de hacer a partir de aquellos cimientos que ellos colocaron en nuestra
base.
¿Qué sería de nosotros si no hubiésemos
tenido los hermanos y los amigos que tuvimos y conservamos?
Los autores leídos, las obras descubiertas de
tantos artistas que nos sembraron en su momento tantas emociones, la música con
la que tantos genios nos han ido regalando los oídos o las muchas personas
anónimas que nos han ido cambiado la vida con sus muestras de comprensión, de
afecto, de apoyo incondicional.
Hemos de empezar a cambiar el chip y estar
alerta cada vez que una idea surja en nuestra mente en forma de queja para
saber transformarla a tiempo en una muestra de agradecimiento.
Dar gracias a la vida, que nos ha dado y nos
está dando tanto, como cantaba Violeta Parra. Porque, como también afirma Joan Manel Serrat en otra canción, “de vez en cuando la vida toma conmigo café”. Y vale la
pena seguir vivos aunque sea sólo por disfrutar de uno de esos momentos
inigualables en que somos capaces de darnos cuenta de tanta verdad a través de
unas simples palabras que se han vertido en una conversación agradable con un
amigo, con un buen maestro o con una madre. Aunque también nos puede pasar estando solos, leyendo
las páginas de un libro o admirando una puesta de sol.
La vida es mágica y somos muy afortunados por ser parte de ella.
Agradecer, sonreír, tender la mano en lugar
de esconderla, respetar, abrazar, sentir, respirar, emocionarnos y ser capaces
de emocionar, amar sin escudos protectores y decir lo que se piensa sin miedo a
consecuencia alguna.
Vivir es lo mejor que nos está pasando, pese a las heridas
que podamos arrastrar. Nunca dejemos que sean ellas quienes nos acaben
arrastrando a nosotros.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Comentarios
Publicar un comentario