Considerando otras Alternativas

Cuando nos enfrentamos a situaciones que nos demandan una solución, son muchos los que apelan al sentido común para resolver el problema. Un sentido común que cada vez está más cuestionado y al que, con acierto, algunos definen como el menos común de los sentidos.

En los mundos cerrados, en los que sus pobladores apenas han conocido otras maneras de interpretar la vida y de solucionar sus problemas cotidianos, era muy fácil creer en la efectividad de ese sentido común y conseguir que todos acabasen imitando las conductas de todos, tejiendo una sociedad alienada, regida por el pensamiento único, que condenaba a los infiernos a los pocos disidentes que tenían la osadía de pensar diferente, de ver más allá de donde se apagaba la luz para los ojos de los demás.

Estudiando las sociedades que vieron crecer y evolucionar a personajes como Avicena, Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, Miquel Servet, Leonardo da Vinci o Albert Einstein, entre otros miles de disidentes del pensamiento único, no es difícil comprender por qué estos genios tuvieron que soportar tanta incomprensión y tanta crítica negativa por parte de sus contemporáneos. Ser la oveja negra de tu comunidad nunca ha sido plato de buen gusto para nadie, aunque siglos después la historia les haya hecho justicia y las generaciones  siguientes les hayan reconocido todos los méritos que, en casos como el de Miquel Servet, le costaran la muerte en la hoguera.


Pensar distinto en un mundo cerrado siempre se ha entendido como un peligroso desafío y ha acabado constituyendo un grave delito a los ojos de los demás. No hay nadie más peligroso que un ignorante que no sabe que lo es.  Dicen que el verdadero sabio siempre duda, mientras que el ignorante nunca duda en lanzar sus afirmaciones incorrectas con una seguridad que acaba condicionando a su audiencia no ya sólo para que le crean, sino para convencerles de que el equivocado es el sabio. Paradojas de la vida.

En el siglo XXI, en cualquier país del denominado primer mundo, cabría suponer que ya no tiene sentido hablar de mundos cerrados. La globalización, la libre circulación de personas, internet y sus redes sociales y las múltiples aplicaciones móviles que no sólo han acabado conectándonos a todos con todos, sino también con los aparatos electrónicos que usamos diariamente, nos han abierto demasiadas puertas y nuestros mundos se han aireado y oxigenado con conocimientos y costumbres nuevas que nos han enseñado a ver más allá de donde hasta ahora veíamos y a entender realidades que nunca antes nos habíamos planteado.

Pese a ello, seguimos hablando del sentido común y, cuando nos enfrentamos a un problema, seguimos buscándole las viejas soluciones de siempre, como si todo lo aprendido últimamente no nos hubiese calado lo suficiente como para atrevernos a buscar otras alternativas.

Hace unas semanas, hubo una noticia que se propagó de forma viral por las redes sociales y que nos dio mucho que pensar a muchos de los que seguimos viviendo condicionados por ese sentido común que heredamos de nuestros padres y abuelos y que no siempre nos resulta de utilidad.

La noticia trataba de un padre que mostraba cómo había resuelto su hijo de siete años un problema de matemáticas y se quejaba de que el profesor no le había dado su solución por buena.


Ante un mismo enunciado, no todo el mundo tiene por qué entender lo mismo, porque una cosa son las palabras y otra muy distinta la interpretación que hagamos de esas palabras, en función de cómo se empleen a la hora de combinarse para construir frases o párrafos. Y esas interpretaciones dependerán de cada uno de nosotros, de nuestras experiencias anteriores en casos similares, pero también de nuestra capacidad de cuestionarnos más opciones que la única que otros han tildado de políticamente correcta.

Siempre se ha dicho que las personas que padecen autismo son incapaces de entender las bromas ni los dobles significados de las palabras. Estas personas acostumbran a interpretarlo todo en sentido literal y les resulta muy difícil ponerse en el lugar del otro e intentar analizar las cosas desde el supuesto punto de vista de ese otro. Según diferentes autores que han trabajado intensamente con estas personas, ello es debido a que carecen de la capacidad de metarrepresentación. Por ello, se les atribuye una personalidad rígida y egocéntrica que les dificulta la convivencia y la interrelación con el resto. Porque es como si viviesen en un mundo particular, un mundo cerrado en el que se mueven por rutinas y en el que sólo tiene sentido la realidad que ellos interpretan.

Lo que sorprende del autismo es que, con frecuencia, de esos mundos cerrados que nos resultan tan incompresibles a los que creemos que nuestro universo mental es mucho más abierto, puede surgir una genialidad que nos deja a los demás sin palabras. Tal es el caso de personas como Stephen Wiltshire, capaz de dibujar de memoria hasta el mínimo detalle de cualquier ciudad del mundo que haya sobrevolado.
Panorámica de la ciudad de Londres, dibujada por  Stephen Wiltshire.

¿Cómo es posible que alguien que supuestamente habita en un mundo interior tan cerrado pueda desarrollar tal habilidad?

¿Cómo explicamos que alguien que presume de mente abierta, en pleno siglo XXI, se comporte como creemos que lo haría una persona con autismo?

Del mismo modo que se ha cuestionado la existencia de un único tipo de inteligencia, también se ha cuestionado el pensamiento lógico. Lo más obvio, lo que supuestamente nos ha funcionado siempre, no tiene por qué seguir resultándonos de utilidad, más cuando habitamos una realidad tan cambiante y un mundo tan diverso.

En su obra “Seis sombreros para pensar”, Edward de Bono defendía la siguiente tesis:

“Para la mayoría de las personas, el idioma del pensamiento creativo resulta difícil porque es opuesto a los hábitos naturales de reconocimiento, juicio y crítica. El cerebro está diseñado como una “máquina de reconocimiento”. Está diseñado para establecer pautas, usarlas y condenar todo lo que no encaje en esas pautas. A la mayoría de los pensadores les gusta estar seguros. Les gusta tener razón. La creatividad implica provocación, exploración y riesgo. Implica “experimentos de pensamiento”. No se puede predecir el resultado del experimento. Pero uno quiere poder llevarlo a cabo”.

En dicha obra, Edward de Bono asocia las diferentes formas de pensamiento con el uso de seis sombreros idénticos, salvo por el distinto color.

Nos propone pensar bajo el sombrero blanco cuando nos enfrentamos a problemas que requieren una solución neutra y lo más objetiva posible. En cambio, cuando de lo que se trata es de expresar nuestros sentimientos sin necesidad de justificarlos, nos recomienda el sombrero rojo. Cuando lo que nos mueve es el sentido crítico y el temor a que las cosas no salgan bien, es probable que estemos bajo la negativa influencia del sombrero negro. Provocaremos justamente lo contrario si utilizamos el sombrero amarillo, que nos ayudará a encontrarle los puntos positivos a todo lo que se nos ponga por delante. Con el sombrero verde nos abriremos a la creatividad, a la posibilidad de ejercer el pensamiento lateral y contemplar opciones hasta ese momento no tenidas en cuenta. Por último, utilizaremos el sombrero azul para controlar a los cinco anteriores y mantenerlos en una especie de equilibrio.



El pensamiento que consideramos “normal” implica utilizar el juicio a la hora de considerar las opciones posibles que se nos plantean ante un determinado problema. El pensamiento lateral, en cambio, implica movimiento y provocación. Implica no conformarse con lo de siempre, con el más de lo mismo, y atreverse a probar cosas nuevas, a experimentar por otras vías y a correr el riesgo de equivocarnos. Porque las grandes lecciones de la vida no son las que se derivan de nuestros aciertos, sino las que nos vienen dadas tras cometer errores.

Para el sentido común y para el pensamiento lógico, quizá lo ideal serían las personas que no se equivocan nunca, porque nunca se salen del camino que les han trazado otros. Ese supuesto sería válido si la vida se pudiese traducir al lenguaje de los códigos binarios o asimilarse a los productos de las operaciones aritméticas, contextos en los que sólo cabe una respuesta correcta. Pero cuando hablamos de personas y del modo cómo esas personas interpretan cada día lo que les pasa por la cabeza cuando tratan de analizar la realidad en la que están sumergidas, no podemos esperar respuestas correctas o incorrectas, porque todas serían igual de válidas.

Reservémonos los sombreros blancos para resolver ecuaciones o responder cuál es la capital de un determinado país. Intentemos olvidarnos del sombrero negro, alejándonos lo más posible de su negatividad y de sus injustos prejuicios. Guardemos el sombrero azul para esos momentos en que nos toque hacer autocrítica y reconocer lo que tengamos que reconocer. Acostumbrémonos a lucir orgullosos nuestros sombreros amarillos si queremos que nuestras vidas atraigan la luz del sol y contagien a los demás con su optimismo. Del mismo modo, no hemos de sentir reparo alguno en presentarnos ante quienes queremos con nuestros sombreros rojos, mostrando abiertamente nuestras emociones y nuestros sentimientos hacia los demás, sin avergonzarnos por sentir lo que sentimos y sin medir nuestros afectos.

Pero, sobre todo, no renunciemos nunca a dejar que nos vean con nuestros sombreros verdes. Utilicémoslos sin ningún pudor ni ningún miedo cada vez que estemos ante un dilema importante. No cometamos la torpeza de creer que la opción que otra persona eligió antes que nosotros cuando se hallaba en nuestra misma tesitura también será la mejor opción para nosotros. No hay dos personas iguales ni tampoco soluciones estándar que le puedan valer a todo el mundo. Cuando se trata de la vida de cada uno, la solución la debe hallar cada uno. Cuanto más creativa, arriesgada y novedosa sea ésta, mayor será la satisfacción que experimentemos. Porque, por muy peligrosa que pueda parecer la incertidumbre de no saber qué nos pasará si nos atrevemos a indagar en caminos inexplorados, la alternativa de caer en la rutina, al repetir constantemente las mismas soluciones de siempre, es aceptar pasivamente una condena a muerte ante la que sólo nos quedarán de consuelo los tétricos sombreros negros.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749


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