Las Trampas del Silencio

En plena era tecnológica, en la que todos disponemos de recursos casi ilimitados para comunicarnos con los demás en tiempo real, asistimos atónitos a una realidad que nos deja igual de perplejos que de desconcertados: cada vez estamos más aislados en nuestra burbuja de cristal.

Es curioso constatar que nuestras creaciones, nuestros inventos y nuestra tecnología avanzada siempre acaban superándonos porque, en lugar de servirnos para mejorar todas nuestras deficiencias, las destinamos únicamente a hacer con ellas lo que suponemos que hace todo el mundo: compartir vídeos insustanciales por whatsapp, subir fotografías que no siempre son originales a Instagram, alardear de lo bien que nos van las cosas en Facebook (aunque no nos vayan tan bien) o incluso para tratar de ligar con personas que, seguramente, mienten en sus perfiles tanto o más que nosotros en los nuestros.

Pero las nuevas tecnologías, usadas con fines más serios, nos podrían proporcionar instrumentos que nos serían muy útiles para paliar los efectos de esas zonas erróneas que todos mantenemos en secreto en nuestras mentes. Zonas que no nos hemos preocupado de reparar dándoles la oportunidad de abrirse a compartir con otros y a aprender de otros. En ellas podemos encontrar nuestras habilidades sociales.

Independientemente del tipo y la cantidad de formación que hayamos recibido, el desarrollo de nuestras habilidades sociales, muchas veces, deja mucho que desear. Bien porque hayamos crecido en entornos familiares muy poco dados al diálogo y a la expresión sana de las emociones o porque la timidez o la rigidez mental en la que nos hemos ido conformando a lo largo de los años nos han hecho creer, erróneamente, que hay cosas que es mejor no contárselas a nadie.


Así, nos podemos encontrar con personas que  presuman en Facebook de tener miles de amigos, pero sean incapaces de decirle ni a uno solo de ellos, estando cara a cara, lo que de verdad piensan de él o de algo que éste haya expresado. Las redes sociales le proporcionan el anonimato suficiente a mucha gente para decir lo que nunca se atreverían a decir mientras tuviesen que aguantar la mirada del otro.

Expresar abiertamente las emociones no tiene por qué implicar negatividad alguna, si se hace desde la inteligencia emocional, sin invadir en ningún momento el espacio del otro, ni tampoco faltarle al respeto. En cambio, optar por reprimir lo que uno siente y por aceptar la postura del otro aunque no nos parezca en absoluto acertada, es una manera de negarnos a nosotros mismos y de empezar a cultivar el resentimiento. 

Todo lo que se siente y se silencia, acaba creando confusión y tejiendo un entramado de malos entendidos que pueden acabar causándonos muchos más problemas de los que nos supondría la osadía de decir lo que pensamos desde el principio.

El silencio, dar la callada por respuesta, la indiferencia, el no dar las explicaciones pertinentes, dar excusas que ni siquiera nos convencerían a nosotros o esconder la cabeza debajo del ala, son recursos propios de las personas con habilidades sociales muy pobres.

Por desgracia, en nuestra sociedad estamos rodeados de ellas en todos los ámbitos. Lo podemos ver en la política, con mandatarios que son incapaces de sentarse a hablar, que parecen preferir llevarnos a todos al desastre antes que olvidarse de sus diferencias personales y centrarse en buscar una solución que beneficie a todos los ciudadanos. Lo vemos en la educación, cuando docentes y asociaciones de padres no acaban de ponerse de acuerdo en las líneas a seguir en la gestión diaria de los problemas que surgen en las aulas. Lo vemos también en las empresas, cuando ciertos cargos abusan de su supuesto poder y ejercen el deplorable moobing sobre ciertos empleados. Aunque también lo vemos con mucha frecuencia en trabajadores que son incapaces de comunicar a la empresa lo que les pasa realmente cuando se ausentan al trabajo y se les piden explicaciones. A veces, éstos optan por no coger el teléfono, en un intento muy infantil de eludir una responsabilidad de la que no son muy conscientes. Sorprende, en estos casos, que dichos trabajadores alardeen de sus móviles de última generación, mientras pretenden hacer creer a los responsables de sus empresas que no tienen ninguna llamada perdida de éstos o que no les consta ningún mensaje.

Aunque, más alarmante todavía, es lo que está pasando en el ámbito familiar. Muchas familias conviven, pero apenas saben nada unos miembros de los otros. Cada uno en su mundo, comen en la misma mesa, pero sin mirarse, todos pendientes de las pantallas de sus respectivos móviles. Los problemas no se explican, las preocupaciones de cada uno no se expresan. Todos callan, evitando tener que dar explicaciones, al tiempo que todos soportan con disgusto, no siempre disimulado, el silencio y la indiferencia de los otros. Todos sienten la misma soledad, el mismo desamparo, pero prefieren pensar que es culpa del resto, que van a su bola, que no quieren nada con ellos.

Tenemos a nuestro alcance recursos casi ilimitados, pero nos negamos a utilizarlos si no es en nuestro propio interés.  Y ello nos lleva a caer en demasiadas trampas que nos llevan a equivocarnos continuamente. Porque no tenemos ni idea de lo que les pasa a los demás, a esos otros que, supuestamente, tanto nos importan y tanto nos decepcionan con su supuesta indiferencia. Nos centramos en lo que, supuestamente, nos hacen o no nos hacen. Pero somos incapaces de advertir que nosotros les hacemos a ellos exactamente lo mismo.

Dejemos de guardar silencio, de caer en paranoias que nos llevan por caminos que van directos al precipicio por el que va a acabar despeñándose la poca cordura que aún conservan nuestras pobres mentes.
Abramos esas mentes y ventilemos esas zonas erróneas para que les dé el sol y sean capaces de ver dónde se equivocan. Hagamos que la tecnología nos ayude a conectar de verdad con los demás y a expresarles lo que de verdad sentimos, en lugar de distanciarnos y de hacernos sus cómplices en el empeño de deshumanizarnos y encerrarnos en burbujas de cristal y silencio insoportables.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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