Escribiendo para Reafirmarnos
Nuestra vida diaria está repleta de paradojas
y contradicciones. Por un lado, nos hemos habituado demasiado pronto a recortar
las palabras para comunicarnos con los demás. Desde que descubrimos el whatsapp,
poca gente hace llamadas telefónicas y los correos electrónicos han quedado
limitados situacionalmente a las áreas de trabajo.
Pero, por otro lado, cada vez aumenta más el
número de blogs y, en cualquier época del año, se publican cada vez más libros
en papel, con su correspondiente versión digital. Hasta no hace mucho, los
autores de esos libros que veían la luz del gran público eran novelistas
consagrados, ensayistas, poetas, periodistas o profesionales de disciplinas muy
concretas. Hoy en día, en cambio, asistimos a un despliegue de publicaciones
que muchas veces vienen firmadas por personas o personajes a los que nunca
antes se les había despertado la curiosidad por el ejercicio de las letras.
¿Por qué podemos desbordarnos de palabras y
dejarlas grabadas por miles cuando nadie nos ve y, en cambio, cuando estamos
frente a otro ser humano, nos sentimos incapaces de soltar un par de frases
medio en condiciones?
¿Qué nos pasa a los seres humanos con
nosotros mismos y con todos nuestros miedos, que necesitamos verlos plasmados
en un papel para creérnoslos, para demostrarnos que están ahí aunque no
permitamos que los demás nos los encuentren?
Cuando escribimos, ¿somos conscientes de que,
en realidad, nos estamos escribiendo a nosotros mismos y nos estamos diciendo
lo que no permitimos que nadie más nos diga?
Las palabras no son inocuas. Cualquiera de
ellas tiene la misma capacidad para hacernos sentir muy grandes que para
hacernos sentir muy pequeños, muy dichosos o muy desgraciados, del todo seguros
de nosotros mismos o ninguneados y desterrados al fondo del pozo más oscuro.
Todo depende de qué otras palabras usemos para acompañarlas, del tono en que
las digamos o las subrayemos en el papel y de cómo estemos emocionalmente nosotros
en el momento de recibir su impacto.
El neurólogo Oliver Sacks contaba en sus
memorias que se pasó toda su vida escribiendo diarios. Llegó a recopilar unos
cien y en ellos se podía seguir toda su historia. Lo hacía para no olvidarse de
nada, porque tenía miedo de perder sus recuerdos o de llegar a confundirlos.
Cuando dudaba de si un hecho había acontecido o no realmente, buscaba en sus
diarios para comprobar la veracidad de su recuerdo. Como él, muchos otros
escritores han registrado minuciosamente sus vivencias, sus reflexiones, sus
impresiones acerca de lo vivido, sus pérdidas y sus momentos mágicos. La
literatura está llena de diarios y de biografías. Contar la vida no deja de ser
una manera de no perderla, de hacerla eterna.
Pero escribir no nos sirve sólo para
ahuyentar la desmemoria. También nos puede ayudar a descargar a nuestros peores
demonios antes de proyectarlos contra los demás o a tratar de poner en orden
nuestra singular tormenta de emociones antes de empezar a decirle al otro algo
que, en realidad, no sentimos.
Sea cual sea la finalidad que nos mueva al
escribir, no deja de ser un ejercicio terapéutico que nos permite reafirmarnos
en nuestras convicciones o plantearnos nuevas dudas acerca de su veracidad. La
duda, lejos de entenderse como una debilidad, siempre es el primer paso para
descubrir más realidades, para empezar a ver más allá de los límites que nos
hemos impuesto nosotros mismos.
René Descartes escribió aquello de “Pienso,
luego existo”. Escribir nos permite poner en palabras lo que pensamos de los
demás y de nosotros mismos y, ordenando esas palabras y recabando en sus
significados, podemos reflexionar y decidir si estamos en lo cierto o hemos de
desechar esas ideas, que a veces se convierten en sentencias de lo más injustas
por equivocadas.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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