Indefensión Aprendida
Si bien es cierto que nacemos dotados de una
carga genética importante que va a determinar en gran medida lo que será
nuestro futuro, no es menos cierto que en esos primeros meses de nuestra
existencia somos también las criaturas
más indefensas del planeta.
Nuestra esperanza de vida al nacer supera con
creces la de la mayoría de especies que han habitado este viejo mundo, pero el
tiempo que tardamos en ponernos las pilas y en aprender a valernos por nosotros
mismos, también es muy superior; hecho que nos convierte en seres demasiado
dependientes.
Si hacemos caso de las estadísticas sobre las
tasas de incidencia de los denominados ni-nis, podría parecer que la mayoría de los padres de las sociedades
occidentales del siglo XXI cría y educa a sus hijos entre algodones, sin ser
conscientes del peligro que corren al empoderarlos de tal manera que llegarán a
creer que lo merecen todo, simplemente por ser quienes son, y no aprenderán a
valorar absolutamente nada, porque lo fácil y lo que les resulta gratuito deja
de parecerles interesante, aunque no por ello dejan de necesitarlo y de
reclamarlo continuamente. Pero las estadísticas siempre hablan de términos
medios, de tendencias mayoritarias. No suelen reflejar las características de
las minorías, de los casos más aislados, de las realidades más sumergidas.
En medio de esa supuesta marea emergente de
ni-nis que no saben qué hacer con sus vidas, pero sí han aprendido a desmontar
las de sus progenitores, también salen a flote muchos otros jóvenes a quienes
se les ha educado en el esfuerzo, en el compromiso y en la perseverancia.
Personas muy entregadas a sus propias hojas de ruta, que pelean con muchas ganas
todos los días para superar exámenes, para compaginar el estudio con trabajos
precarios que les permiten pagar las matrículas de esos estudios y el alquiler
de esas sobrias habitaciones en las que viven con tanta austeridad como ilusión
por conseguir sus sueños.
Y, entre esos luchadores natos, también
podemos encontrar a aquellos que hayan perdido toda esperanza de conseguir
cualquier cosa y, sencillamente, hayan determinado abandonarse a los destinos
que otros hayan decidido para ellos. Estas personas son las más vulnerables,
las más frágiles. Las que seguramente no crecieron entre algodones, sino en
hogares austeros tripulados por unos padres demasiado ocupados capeando los
temporales de la miseria que les azotaban como para ocuparse de reforzar la autoestima
de sus vástagos. Fueron niños y niñas de mirada triste y de palabras pobres,
temerosos de sus propias emociones, eternos vigilantes de los cambios de humor
y de los gestos de sus padres. Porque sabían que cualquier descuido en las
tareas que les encomendaban, cualquier signo de queja o cualquier respuesta
inapropiada les podía comportar una lluvia de reproches que acabaría minándoles
aún más su amor propio. Son personas que aprendieron muy pronto que, aunque
quieran cambiar las cosas, nunca van a poder hacerlo. Que, independientemente
de lo que se esfuercen en la vida, nunca llegarán a ningún sitio porque la
suerte nunca se pondrá de su parte. Y, al margen de la influencia que podrían
tener sus genes, han crecido mirándose en unos espejos que no han sabido
devolverles la imagen más idónea de ellos mismos, sino la más distorsionada.
Sus neuronas espejo les han conducido a desarrollar la pena, la culpa, el
resentimiento, la desconfianza, el miedo, la torpeza y una extremada
vulnerabilidad. Temen embarcarse en cualquier reto porque no se creen capaces
de nada y llegan a aceptar estoicamente los peores destinos porque no creen
merecer nada mejor.
Aunque se asocien estas conductas a personas
que han nacido y crecido en entornos familiares humildes, también las
encontramos en medio de ambientes, que a priori, se nos antojarían mucho más
confortables y esperanzadores. Igual que hay padres pobres capaces de infundir
a sus hijos espíritus muy libres y muy ricos en valores, también hay padres
ricos que sólo son capaces de transmitirles lo peor de sí mismos, haciéndoles
sentir incapaces de conseguir nada por sus propios medios y la insoportable
condena a depender de los bienes materiales paternos y de su poder sobre ellos
de por vida.
En 1965, el psicólogo Martin Seligman estaba
experimentando con perros en el laboratorio. Siguiendo las investigaciones de
Ivan Pavlov sobre el condicionamiento clásico, decidió intentar ir más allá y
observar cómo respondían estos animales a una serie de condicionantes que
podrían constituir para ellos algún tipo de amenaza. Su sorpresa fue mayúscula
cuando comprobó que algunos de aquellos perros no trataban de oponer
resistencia, defendiéndose de esas situaciones abversas. Fue así como descubrió
el fenómeno de la indefensión aprendida.
Volviendo a la conducta humana, raro es el
día que, por desgracia no tenemos noticia de algún nuevo episodio de violencia
de género o no asistimos a algún debate en programas de televisión o
documentales o prensa escrita en el que no se aborde esta problemática. Y
siempre llama la atención el hecho de que, la mayoría de las víctimas, han
aguantado durante años situaciones de maltrato continuado sin referírselas a
nadie y disculpando continuamente a sus maltratadores para autoculparse ellas
mismas.
“Es que a él no le gusta que salga con mis
amigas. No debería haberle provocado”
“Es que se enfada con razón. Se preocupa por
mí, no quiere que nadie tenga que hablar mal de mí”
“Es que no sé hacer nada bien”
“Es que me caí por las escaleras, por eso
tengo la cara así”
Excusas, mentiras piadosas que para las
víctimas cobran una insana veracidad, porque llegan a creerse realmente
incompetentes y merecedoras de esas vejaciones constantes y de esa falta de
respeto reiterada.
Ha habido muchas épocas históricas en que esa
indefensión aprendida ha cobrado un sentido de epidemia, porque buena parte de
la población mundial la ha padecido. La oscura edad media, con sus señores
feudales y sus abusos de poder constituye un buen ejemplo de ello. Basta leer
cualquier novela ambientada en esa época para llevarnos las manos a la cabeza y
sentirnos, mientras la leemos, tan indefensos como sus desgraciados personajes.
Los pilares de la tierra (Ken Follet), la Catedral del mar (Ildefonso
Falcones), Historia del rey transparente
(Rosa Montero), La sangre de los inocentes (Julia Navarro) o El valle sin
nombre (Ibon Martín Alvarez) son sólo
una muestra de las historias que describen a la perfección esa indefensión
aprendida por la población. La misma que hoy siguen padeciendo en tantos
rincones del planeta, sitiados por las bombas, por la sinrazón y por los mismos
abusos de poder.
Aprendemos por imitación y, cuando los
ejemplos en los que nos hemos mirado no han sido precisamente los más
adecuados, es muy difícil que podamos cambiar el chip y resetear nuestro
sistema operativo, igual que haríamos con nuestro portátil o con nuestro móvil.
Pero, que sea difícil, no lo convierte en un
reto imposible. Nunca es tarde para aprender a decir que no, para librarnos de
nuestros miedos, para atrevernos a cerrar una puerta con la intención de no
volver a abrirla nunca más.
Nos lo debemos a nosotros mismos y se lo
debemos a toda la gente que siempre ha confiado en nosotros, aunque no nos lo
haya dicho abiertamente. Porque las emociones son las asignaturas pendientes de
demasiadas personas. Tendemos a esconderlas, a reservarlas para momentos muy
contados y concretos. Como si lo bueno de la vida, tuviésemos que dosificarlo,
no sea que se nos acabe muy pronto. Qué ingenuos somos a veces y cuánta vida
dejamos de vivir por ese exceso de prudencia, ese ir tan de puntillas, ese
miedo a oír lo que de verdad sentimos.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Que fácil parecía la maternidad y que difícil es en realidad. Siempre me ha dado miedo minar la autoestima de mis hijos,
ResponderEliminarMuchas gracias por leer el post y comentarlo, Ainhoa.
EliminarUn fuerte abrazo.