Bebiendo de las Fuentes

Habitualmente, tendemos a asociar la sed con una de las necesidades fisiológicas básicas que Abraham Maslow ubicaba en la base de su famosa pirámide de necesidades. Y, cuando hablamos de fuentes, la primera imagen que nos viene a la mente es la de una fuente de agua en medio de un parque o en el nacimiento natural de un riachuelo en plena montaña o bosque. Un agua que nos ayudará a saciar esa sed que, en biología y en medicina, denominan sed osmótica. Las células de nuestro organismo dan la voz de alarma al cerebro cuando detectan falta de agua para que los orgánulos que las componen puedan seguir con sus procesos químicos de forma óptima. Y nuestro cerebro traduce esa señal de alarma en nuestra necesidad de beber. Como seres biológicos, estamos hechos de agua y necesitamos reponerla continuamente si queremos mantenernos convenientemente hidratados y vivos.


A veces cometemos el error de subestimar la inteligencia de nuestro cuerpo. Creemos que, como nuestros órganos no hablan no pueden alertarnos de cualquier desorden o fenómeno extraño que puedan estar padeciendo hasta que el mal ya está muy avanzado y se traduce en dolor o en accidentes vasculares, o en tumores de difícil tratamiento. Pero el caso es que, si estamos más atentos, en muchas ocasiones podremos advertir sus avisos y sus llamadas de socorro. Igual que nos alerta de que hemos de beber o comer, también nos recuerda que tenemos que descansar, que hemos de poner más atención para prevenir accidentes que podemos evitar sólo con dignarnos a pensar un poco en lo que estamos haciendo o en lo que tenemos entre manos antes de lanzarnos a ello. Cuando pasamos demasiadas horas tumbados sin hacer nada y luego nos pesan las piernas a la hora de querer arrancar, el cuerpo nos está diciendo que somos demasiado sedentarios y que, para mantenernos en forma, tendríamos que movernos más y olvidarnos un poco del sofá. Cuando comemos en exceso, no por hambre sino por gula, y luego nos pasamos la tarde con ardor o dolor de estómago, ese malestar nos está indicando que hemos de evitar esos excesos si lo que queremos es aprovechar mejor los días y disfrutar más plenamente de los momentos que nos brindan.

Pero los seres humanos, al margen de nuestra naturaleza biológica, también tenemos una naturaleza social que nos crea otro tipo de necesidades que, aunque a priori nos parezcan menos importantes que las fisiológicas, acaban siendo determinantes para ayudarnos a avanzar en la vida. Hablamos de la necesidad de sabernos protegidos y en un entorno seguro, pero también de la necesidad de poder contar con el apoyo y el cariño de la familia y los amigos, de la necesidad de que nos reconozcan nuestros méritos y de tener éxito en la vida, pero también de la necesidad de autorrealización, que Maslow colocaría en la cúspide de su pirámide. Es evidente que, para alcanzar esa cumbre, las personas tienen que tener cubiertas todas las necesidades que se sitúan por debajo de la autorrealización.



Alguien que tiene dificultades para conseguir agua o comida, no puede pensar en otra cosa que en saciar las necesidades de beber y de comer, porque su organismo no para de enviarle señales de alarma que le impiden concentrarse en otra cosa. Pero, si ese mismo alguien tiene cubiertas dichas necesidades y, a su vez, también siente satisfechas las necesidades que estarían por encima de las fisiológicas en la pirámide de Maslow, es lógico que se embarque en la empresa de saciar otro tipo de sed en otro tipo de fuentes.
Aquí es donde entra en juego la necesidad de ampliar conocimientos, de atrevernos a hacernos preguntas y a buscar posibles respuestas, de indagar en terrenos por los que nunca antes habíamos transitado y de concedernos el privilegio de la duda. Y esa necesidad nos conduce hasta las puertas de algo llamado Filosofía.

¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos?

¿Cuántos de nosotros no nos habremos hecho esas preguntas en muchos momentos de nuestras vidas?

Esas preguntas son tan antiguas como nuestra propia especie y las respuestas y las nuevas preguntas que hemos ido aventurando a lo largo de los siglos han conservado en infinidad de tratados que han acabado llenando las bibliotecas de todo el mundo. Gracias a todas esas dudas que nos hemos ido planteando y a las reflexiones que nos han ido alumbrando a partir de ellas, hemos podido ir avanzando como especie y como civilización.

La filosofía nos ha enseñado a cuestionarnos nuestra propia vida y nos ha mostrado otras opciones para solucionar nuestros problemas. Nos ha despertado la curiosidad por las distintas ideas y nos ha advertido de que lo más popular, lo que parece que acepta la mayoría, no tiene por qué ser lo más correcto ni tampoco lo que más nos convenga. Nos ha permitido el atrevimiento de mirar desde ángulos distintos para acabar descubriendo que no hay miradas equivocadas, sino maneras distintas de ver la misma cosa y que todas las conclusiones hacia las que nos llevan esas particulares miradas serán igual de válidas, mientras nos sirvan para defender nuestros argumentos o nuestros propósitos. Para entender a otro, la mejor opción es tratar de ponernos bajo su propia piel y mirar a través de sus propios ojos. Un ejercicio complicado, que nos obliga a desprendernos de nuestro egocentrismo y de nuestras propias obsesiones para centrarnos en el universo único del otro.

Esa filosofía de cuyas fuentes hemos bebido y seguimos bebiendo tantos no parece santo de la devoción de algunos gobernantes que persiguen eliminarla de los planes de estudio del bachillerato. En la era de los whatsapps, en la que lo que lo más habitual es mutilar las palabras o incluso sustituirlas del todo por emoticonos con los que muchos jóvenes y no tan jóvenes pretenden decirlo todo sin decir nada en realidad, parece que hay demasiados intereses creados en tratar de evitar que pensemos demasiado.

Un estudiante que lea, que desarrolle su sentido crítico, que se cuestione todo lo que no llegue a entender del mundo que le rodea, que no acepte de entrada toda la información que reciba, que se atreva a proponer otras maneras de hacer las cosas y que no tenga ningún reparo en expresar lo que sienta y piense, lejos de ser considerado un estudiante ideal, para los poderosos que mueven los hilos de todo lo que se cuece en nuestro planeta, pasa a ser un factor de riesgo. Porque cuantos más jóvenes se atrevan a cuestionarse lo que nos tratan de vender como versiones oficiales y verdades irrefutables, más peligrará la estabilidad de sus grandes monopolios. La base de su poder y de las fortunas que lo sustentan es precisamente nuestra ignorancia. Nos quieren sordos, ciegos y mudos. Pero, eso sí, sin que seamos conscientes de nuestras múltiples deficiencias y creyéndonos en todo momento personas libres y dueñas soberanas de nuestros particulares destinos.

Si las células de nuestros cuerpos no pueden subsistir sin el agua y otros nutrientes, las neuronas de nuestros cerebros tampoco pueden sobrevivir sin el conocimiento, porque se nos desactivan de no usarlas y nos acaban atontando, volviéndonos seres temerosos y sumisos en exceso.

Ningún poder, por muy fuerte que sea, tiene derecho a silenciarnos ni a robarnos el privilegio de pensar por nosotros mismos. Tampoco pueden negarle a ningún adolescente el descubrimiento de la filosofía ni prohibirle que se habitúe a beber de sus muchas fuentes. Nuestro futuro como especie depende de que esas nuevas generaciones sigan haciéndose preguntas y encontrando nuevas respuestas que nos ayuden a recuperar la esperanza y la voluntad de seguir siempre hacia adelante.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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