Pintando Urgentemente las Ventanas de Azul

Los humanos somos unas criaturas tremendamente curiosas y sorprendentes, pudiendo ser capaces de lo mejor, pero también de lo peor. A veces, ese potencial se confabula con el destino a nuestro favor y nos dirige con maestría hacia dónde queremos ir o incluso hacia horizontes aún más deseables. Pero, otras veces, se nos puede girar en contra, convirtiéndonos en personas temerosas de los caprichos de la que creemos nuestra infortunada estrella.

Pese a movernos por el siglo XXI, aún hay mucha gente que cree en su mala suerte, en castigos supuestamente divinos y en verdades inmutables con las que no hacen otra cosa que delimitar su existencia a los estándares que creen políticamente correctos. En nuestros días de sofisticadas aplicaciones móviles, de realidades virtuales y de aparatos diseñados para durar el tiempo justo para no quedarse obsoletos, sigue habiendo personas que se resisten a los cambios, que presumen de que nada puede sorprenderlas a estas alturas de su particular película y de que nada les queda por aprender de nada ni de nadie.

Las verdades en las que creemos siempre resultan muy relativas. Del mismo modo en que no somos las mismas las personas a los veinte años que a los cincuenta, nuestras creencias tampoco pueden serlo. Lo que nos sirve en un momento concreto de la vida, puede entorpecer nuestros progresos en otra etapa distinta. Como decía Heráclito, lo único que permanece es el cambio. Ese cambio que tanto respeto y temor nos infunde en tantas ocasiones, pero que acaba resultando imprescindible si queremos seguir evolucionando como personas.


Cuando llevamos un tiempo habitando una casa, tendemos a cansarnos de la decoración porque se nos antoja tremendamente monótona y aburrida. Ver siempre lo mismo puede acabar desmotivándonos. Un día se nos puede ocurrir cambiar algunos muebles de sitio, hacer limpieza a fondo y desprendernos de cosas que ya hace mucho tiempo que hemos dejado de usar o ponernos a pintar las paredes o las ventanas de colores más vivos o más tenues. Ese simple lavado de cara de alguno de los espacios que poblamos cada día basta para proveernos de dosis extra de oxígeno que nos facilitan bastante la existencia en los próximos días, semanas o meses. Pero la pereza de ponerse manos a la obra no siempre es fácil de vencer y tendemos a aplazar ese cuerpo a cuerpo con el cambio que tanto necesitamos.
Lo mismo nos pasa con la vida, con las decisiones importantes que siempre nos cuesta tomar: finalizar una relación de pareja que no funciona, dejar un trabajo que nos está destrozando psicológicamente, retomar unos estudios que en su día dejamos aparcados, mudarnos a vivir a otro lugar o, simplemente, dignarnos a escucharnos un poco más a nosotros mismos y ser más conscientes de nuestras verdaderas necesidades.

En el fondo, nadie nos conoce mejor que nosotros mismos. Pero, aun siendo conscientes de ello, muchas veces nos esforzamos por silenciar nuestros verdaderos pensamientos, engañándonos con excusas que no nos llegamos a creer ni nosotros: 

“Ahora no es el momento” “La situación puede cambiar” “Sólo se trata de una mala racha” “Mañana lo veré diferente” “Me quejo de vicio”, etc.

Encastarse en aplazar lo que sabemos que es inevitable, sólo puede contribuir a agravar el problema y a prolongar nuestra agonía. Cometemos el error de creer que lo podemos controlar todo y que podemos forzar a nuestra mente a pasar por los tubos que a nuestra voluntad le dé la gana. Pero no contamos con la sabiduría de nuestro cuerpo y con las brutales formas que éste elige para alertarnos de que, de seguir por ese camino, vamos directos hacia el precipicio.

El cuerpo es capaz de hablar más alto y más claro que nuestro pensamiento sin necesidad de utilizar el lenguaje. El se expresa a través de síntomas de malestar físico y, si le ignoramos, no duda en pasar a la acción. Es cuando aparece la enfermedad. A veces se trata de dolencias leves, aunque lo suficientemente molestas como para obligarnos a reflexionar y a replantearnos algunas cosas. Otras, en cambio, responde a cuadros de mayor gravedad que acaban obligándonos a cambiar totalmente nuestra forma de entender la vida y de sobrevivirla.

¿Es necesario esperar tanto a tomar nuestras propias decisiones para acabar aceptando las que la enfermedad decide tomar por nosotros?

¿Tiene algún sentido esperar a que sea nuestra pareja la que nos deje cuando llevamos años deseando perderla de vista?

¿Alguien nos obliga a seguir en un puesto de trabajo que nos está amargando la vida para que un día sea nuestro jefe el que nos acabe despidiendo con excusas tan poco creíbles como “falta de actitud” o por no encajar en el perfil que requiere la empresa después de diez, veinte o treinta años de dedicación intachable?

Sólo tenemos una vida y, en ella, las decisiones las deberíamos tomar siempre nosotros. Nunca deberíamos cometer la torpeza de cederle nuestro derecho a decidir a monstruos como el miedo, la pereza, la costumbre, la inseguridad o la pérdida de autoestima. Nadie tiene derecho a anular nuestra voluntad, ni a exigirnos cómo se supone que debemos ser o dejar de ser.

Cierto es que, muchas veces, nos vemos obligados a aplazar muchas de nuestras decisiones por falta de medios económicos para acometerlas. El dinero es un poderoso recurso cuyo peso no debemos tomarnos a la ligera, pues a la hora de la verdad, es el que acaba decidiendo la inclinación de la balanza. Pero la decisión de aplazar algo que necesitamos, no debemos vivirla como una derrota personal, sino como una inversión de futuro. 

Decidimos esperar para prepararnos mejor y asegurarnos de estar más fuertes cuando llegue el momento de saltar. De no esperar, nos estaríamos arriesgando a saltar al vacío, sin paracaídas, y eso no sería nada sensato por nuestra parte.

Por dura que se nos antoje nuestra vida, siempre hemos de darle la vuelta a las situaciones y aprender a mirarlas desde el ángulo que nos permita sentirnos más optimistas. Cambiar la percepción de nuestras atribuciones, dejando de creer que son los demás los que nos imponen su voluntad o es el destino el que insiste en castigarnos.

Si aprendemos a responsabilizarnos plenamente de cada uno de nuestros actos y a entender que cada consecuencia, tanto si es positiva como negativa, viene determinada por cada una de esas decisiones nuestras, siempre nos resultará más fácil dejar de culpar a otros y, lo más importante, dejar de sobrevivir como víctimas para empezar a vivir como lo que realmente somos:  aprendices de seres humanos que tienen todo del derecho del mundo a caerse y a equivocarse para seguir creciendo y regalándoles al resto la mejor versión de sí  mismos.

Animémonos a hacer limpieza general en nuestras mentes y a desprendernos de todo el lastre que nos obliga a ir arrastrándonos por la vida. Abramos sus ventanas de par en par y pintémoslas de azul, como nos sugería hace unos años la psicóloga Cristina Torrado en su fabuloso libro Pintar urgentemente las ventanas de azul.

La realidad no es más que aquello que decidimos creer de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. Abrámonos a creer que podemos ser mejores y que ese mundo nos puede ofrecer cosas maravillosas, porque está poblado por personas increíbles que nos pueden enseñar lo que aún no nos hemos atrevido a aprender y descubrirnos historias que nos podrán abrir muchas nuevas puertas hacia universos que ni imaginamos. No temamos los cambios. Gracias a ellos, seguimos vivos.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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