Poniéndole Puertas al Campo

Las últimas semanas hemos sido testigos atónitos de una serie de acontecimientos que han saltado a la palestra de todos los medios de comunicación y tertulias televisivas que han acabado incendiando las redes sociales.  Estas noticias que se han generado a partir de hechos que, aparentemente, no tienen conexión entre sí, tiene en cambio un cuestionado denominador común: la censura.

Cuando nos empeñamos en hablar de España como de una democracia consolidada lo hacemos convencidos de que hemos superado totalmente la mayoría de nuestros errores pasados. Errores propios de estados totalitarios en los que el poder de quienes están al mando lo acapara y lo encorseta todo, reduciendo a la mínima expresión la libertad de movimiento de sus subordinados e imponiendo su santa voluntad por la fuerza y bajo la constante amenaza coercitiva. Es por ello que, oír en la España del siglo XXI palabras como censura o represión nos deja bastante descolocados. Se supone que, en una democracia consolidada, todo el mundo debería ser libre para expresar sus opiniones o para plasmar su creatividad en las obras que realiza.

Pero resulta que no es así y que estamos asistiendo a una sucesión de ataques contra esa libertad de expresión que nos está desconcertando a muchos. Los cantantes de rap Pablo Hasel y Valtonic  han sido condenados a dos y a tres años y medio de prisión respectivamente por las letras de sus canciones,  en IFEMA se vetó la obra de Santiago Sierra  “Presos políticos en la España contemporánea” y  al periodista y escritor Nacho Carretero se le ha secuestrado su libro Fariña  por levantar ampollas en alguna sensibilidad con la conciencia no demasiado limpia.


Los intentos de restarle importancia a estos hechos no se han hecho esperar y la insistencia en negar la censura por parte del estado y de los organismos y particulares implicados en tales prohibiciones ha sido contundente. Pero no ha convencido.

Prohibir algo es la mejor manera de conseguir justamente el efecto contrario del que se pretende. Hace unos meses abordábamos en este blog esta misma cuestión en el post "Obteniendo la respuesta contraria".

Una canción, una novela, una poesía, una pintura, una escultura o un edificio nos pueden gustar más o menos. Podemos estar de acuerdo con lo que transmiten o sentir un tremendo rechazo. Pero de ahí a tratar de impedir que otros puedan crearse su propia opinión de esas obras, sería ir demasiado lejos.

A veces se nos llena la boca defendiendo abiertamente nuestro derecho a ser como somos y no de otra manera, pero nos olvidamos fácilmente de que los demás tienen ese mismo derecho a seguir siendo como son y no como a nosotros tal vez nos gustaría que fueran. Si algo tenemos los humanos que nos hace increíblemente ricos es nuestra diversidad. No la arruinemos pretendiendo caer en las trampas del pensamiento único. No queramos volvernos tristes fotocopias unos de otros, porque entonces perderemos la esencia que nos hace ser personas y no meros robots.

Que no nos guste algo no nos da derecho a prohibírselo a otros que puedan ver en esa obra o en esas letras el arte o el mensaje que nosotros somos incapaces de captar.

La historia ha estado llena de libros prohibidos que, curiosamente, no sólo se han salvado de la quema sino que también han llegado hasta nuestros días habiendo inspirado a montones de generaciones muy distintas entre sí, pero igual de motivadas y de comprometidas con las ideas que difundían esas obras.

Uno de esos libros, a finales de los años 80 del siglo pasado, fue la obra del escritor indio Salman Rushdie “Versos satánicos”. El libro fue prohibido y quemado en diferentes países musulmanes, provocando disturbios en el Reino Unido y en EEUU. Un año después de su publicación, el Ayatolá Jomeini instó a la población musulmana a ejecutar a cualquiera que hubiese tenido algo que ver con la publicación del libro. Como consecuencia de ello, los traductores Hitoshi Igarashi y Ettore Capriolo y el editor noruego William Nygaard fueron brutalmente atacados por fanáticos musulmanes, perdiendo la vida el primero de ellos a causa de las heridas infringidas en el ataque.

A día de hoy, el pronunciamiento de Jomeini contra Rushdie y su obra sigue vigente, por lo que sigue en peligro.

Pero la prohibición de su obra no hizo otra cosa que promocionarla a nivel mundial. Personas que nunca habíamos oído hablar de ese autor, nos vimos tentadas a adquirir su libro sólo por la curiosidad de descubrir qué era aquello que indignaba tanto a algunos gobernantes. 

Si la reacción de quienes se apresuraron a censurarle hubiese sido otra, muy probablemente, Salman Rusdhie habría pasado sin pena ni gloria y hubieran sido muy pocos los que le hubiesen leído. Era tan sencillo como ignorarle. Dicen que el mayor desprecio es no hacer aprecio. Pero, al prohibirle le hicieron más interesante a los ojos de todos y ese interés acabó obrando el milagro de lanzarlo a la fama.

Hoy en día, gracias a internet y a las redes sociales, cualquiera puede alcanzar esa fama en cuestión de pocas horas. Una fama efímera que a veces se acaba pagando muy cara, pero que resulta muy efectiva cuando se trata de propagar los ataques a la libertad de expresión. Da igual quién sea el artista o el autor amenazado; también da igual que su discurso o su obra sean mejor o peor aceptados. Lo que cuenta es la ofensa, la coerción, la amenaza de silenciarle. Algo que no podemos tolerar en el siglo XXI ni en una sociedad que se define a sí misma como democrática.

Estos últimos días también hemos sido testigos de la decisión de Trump de aplicar aranceles a la importación de aluminio y de acero para beneficiar a las industrias siderometalúrgicas de EEUU. Ese proteccionismo patriótico, ese delirio por levantar nuevas fronteras en un mundo que, curiosamente, en su día EEUU y el resto de países desarrollados, decidieron convertir en una aldea global para abaratar costes de producción y legalizar la esclavitud mediante las fórmulas de externalización de servicios y de terrorismo de estado.

¿En qué quedamos? ¿Mantenemos la globalización o nos volvemos cada uno a nuestra torre y levantamos muros cada vez más altos para que nadie de fuera venga a quitarnos lo que consideramos nuestro?

¿Tiene sentido querer ponerle puertas al campo después de haber alabado por activa y por pasiva las excelencias de la aldea global?

¿Tiene sentido censurar ciertas ideas políticas o ciertas muestras artísticas y pretender seguir creyéndonos un estado democrático?

¿Podemos ponerle puertas y candados a internet o habremos de admitir que el tema se nos ha ido de las manos?

En la población del siglo XXI, como en la del XX, podemos encontrar personas con diversos niveles intelectuales. Unas serán más manejables que otras a la hora de intentar controlar sus conductas. Pero, a diferencia del siglo pasado, actualmente la mayoría de esa población tan diversa tiene un factor común: el rápido acceso a la información. Si no directamente a través de internet, sí a través de otras personas que están bien informadas. En medio de ese escenario, recurrir a la prohibición es caer en un error de principiante.

Si lo que se pretende es que un mensaje no cale hondo en el grueso de la población, lo mejor es no crear polémica en torno a ello, no hacerle propaganda. Si el mensaje es mera provocación, caerá por su propio peso y no tendrá más consecuencias. Si, por el contrario, resulta de gran interés, acabará llegando a los receptores adecuados, pero nunca llegará a tener la repercusión que tendría si se lo hubiese intentado silenciar.

Lo más grave en estos casos no es el contenido del mensaje, sino la reactancia psicológica de quienes sienten amenazada su libertad de decidir por sí mismos lo que quieren oír, lo quieren leer o lo que les apetece ver. No tratemos de ponerle puertas al campo. Si no las vemos, no sentiremos la tentación de abrirlas para ver qué hay al otro lado, pero basta que estén ahí para que sintamos la imperiosa necesidad de traspasarlas.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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