Precarizando Servicios

Desde nuestra posición de ciudadanos del mal denominado “primer mundo”, muchas veces nos cuesta muchísimo ponernos en la piel del pobre subsahariano que se juega la vida cruzando peligrosas fronteras por distintos países del norte de Africa a cambio de sufrir agresiones y violaciones de todo tipo para conseguir agenciarse un hueco en un cayuco o en una patera que no siempre le llevará hacia el sueño europeo que persigue, sino hacia el mismísimo infierno. No queremos entender por qué una persona puede llegar a poner en riesgo su vida de una forma tan desesperada y, a nuestros ojos, tan suicida.

Tampoco invertimos demasiado esfuerzo en entender a los refugiados que lo dejan todo atrás en busca de una tierra limpia de explosiones y de escombros que les permita habitarla sin ser continuamente bombardeados, asediados y cruelmente perseguidos sólo por haber nacido en el lugar y en el momento equivocados.

Nos preguntamos qué ven en España o en cualquier otro país de la Unión Europea que les lleve a pensar que podemos ofrecerles algo así como la tierra prometida.
La primera respuesta que nos viene a la cabeza es que nosotros no estamos en guerra, ni sufrimos escasez de los productos más básicos y necesarios. 
Desde hace décadas gozamos de un estado del bienestar que seguramente es muy envidiado por los ciudadanos de la mayoría de los países de la tierra. Tenemos cobertura sanitaria, acceso gratuito a la educación, buenas infraestructuras (al menos si las comparamos con las de muchos lugares del también mal denominado “tercer mundo”), libre acceso a las ofertas de los variados mercados en función del poder adquisitivo de cada uno y todo ello amparado en un marco legal supuestamente democrático. Visto así, no es extraño que muchos ciudadanos de países africanos, asiáticos y latinoamericanos apuesten por iniciar su periplo hasta aquí a precios muchas veces desorbitados, no sólo ya en dinero, sino también en vidas humanas y en familias rotas.

¿De verdad podemos afirmar que vivimos en el estado del bienestar?

¿De verdad estamos haciendo tan bien las cosas y gestionando nuestros proyectos con mayor profesionalidad que en los países que consideramos inferiores en calidad de vida y de servicios?


Hasta hace una década, todo nos podía haber hecho pensar que realmente era así, salvo por el detalle de que vivíamos encerrados dentro de una burbuja que no nos permitía ver con mayor claridad y nos impedía ser conscientes de lo que realmente estaba aconteciendo a nuestro alrededor.

Fueron años en los que todos nos atrevimos a estirar más los brazos que las mangas y en que nos creímos todos iguales a la hora de tirar las casas por las ventanas. Años en que nos permitíamos el lujo o el despropósito de rechazar ofertas de trabajo que no considerábamos dignas de nuestros egos y en que vivíamos con la misma despreocupación que si no tuviese que llegar un mañana. Pero ese mañana llegó y nos cegó con la luz de su cruda realidad. Una realidad que vino a devolvernos a cada uno a nuestro lugar y que acabó imponiéndonos su austeridad y su mucha y desagradable letra pequeña.

Transcurridos casi diez años desde el inicio de aquel tsunami, hay quienes afirman que ya hemos superado la crisis y que las cosas nos vuelven a ir bien. Tanto que los especuladores del ladrillo parece que se están atreviendo a inflar una nueva burbuja inmobiliaria. Ahora ya no se trata de vender muy por encima del valor real de las viviendas, sino de alquilarlas a rentas prohibitivas para sacarle la mayor rentabilidad a eso de invertir en bienes inmuebles.

Lejos de haber mejorado, el mercado laboral en el que todos acabamos jugando un papel determinante, dista mucho de encontrarse en su mejor momento. Por el contrario, muchos firmaríamos por regresar a las condiciones laborales que teníamos antes del estallido de la burbuja, durante los años previos a la crisis. Años en los que se hablaba de mileuristas para referirse a los que cobraban menos. Doce o quince años más tarde, un mileurista ha pasado a considerarse un privilegiado, pese a que su nómina no le dé para alquilar un piso ni para vivir de forma autónoma sin recurrir al auxilio de sus progenitores. Ya no hablemos de pedir una hipoteca ni de plantearse formar familia.



Tampoco obtenemos ahora la misma calidad en los servicios públicos que la que nos ofrecían doce o quince años atrás. Se excusan en los recortes por el descenso de los ingresos por cotizaciones y por impuestos. Si desciende nuestra tasa de población activa y aumentan las prestaciones por desempleo, las empresas cotizan menos y pagan menos impuestos. Si nuestras nóminas bajan o permanecen congeladas durante años, también cotizamos menos y pagamos menos impuestos. Si, por un lado, el estado ingresa menos y, por el otro, se ve abocado a pagar más prestaciones a personas dependientes del sistema, de algún lugar tendrá que recortar el presupuesto. Lo más terrible es que nunca se opta por recortar las nóminas o las dietas desorbitadas de los políticos ni su flota de coches oficiales. Tampoco se recorta en partidas destinadas a defensa, ni en infraestructuras cuya utilidad final nunca va a justificar su desproporcionado coste, ni en festejos que ya no se corresponden con los tiempos presentes, ni en subvenciones vergonzosas a entidades de dudoso interés público. Sí se recorta en cambio en lo que, paradójicamente, es lo más necesario para mantener el estado del bienestar: en sanidad, en educación y en gasto social.

¿Qué clase de estado del bienestar se puede defender desde la política cuando se ningunean reiteradamente sus pilares más vulnerables?

¿De verdad es más urgente adquirir submarinos que no flotan que procurar que muchos niños de esta parte del mundo que consideramos de primer nivel dejen de estudiar en barracones prefabricados?

¿De verdad le podemos vender a un jubilado que se ha pasado toda su vida cotizando que cualquier político de tres al cuarto tiene más derechos y más privilegios que él?

Hace unos días saltó a la palestra la noticia de que, en una determinada región autónoma, las mujeres que deciden abortar por la seguridad social antes de las doce semanas de embarazo, tienen que pagarse la anestesia de su bolsillo, por considerar que no es algo imprescindible. Hace unos años, veíamos como en otra comunidad autónoma se implantaba el copago de los medicamentos, habiendo que abonar en las farmacias un euro por receta y teniendo que pagar más en función de los ingresos de cada uno.

Por no hablar de las listas de espera, de las salas de hospitales cerradas durante algunas épocas del año o de la derivación a centros concertados para todo tipo de pruebas o intervenciones.

¿Cómo puede resultarle más rentable a las arcas públicas derivar pacientes al sector de la medicina privada que construir nuevos hospitales o centros de asistencia primaria? Cuesta creerlo, pero tiene una explicación: precarización de la sanidad, que viene derivada de las reducciones de plantilla, del aumento de las guardias médicas y de la prestación de servicios menos cuidadosos, que se limitan a tratar síntomas pero no a las personas que los padecen. 

Lo mismo ocurre con la educación. Cada año disminuyen las plazas que se ofertan en colegios públicos para determinadas franjas de edad. En contraposición, aumentan las plazas en las escuelas concertadas. Este hecho puede tener ciertas ventajas para esos alumnos, pero puede conllevar también serios inconvenientes si se sienten distintos a los alumnos cuyos padres optan de entrada por una educación privada. Aunque compartan los mismos materiales en el aula y estudien los mismos contenidos, unos tendrán la oportunidad de continuar sus estudios en ese sistema, pero muchos de los otros no, porque sus padres no podrán costearlos cuando llegue el momento de pasar al instituto. Para cualquier niño o adolescente, mantenerse unido a su grupo de iguales es fundamental.

Hay otra serie de servicios que también se han ido precarizando cada vez más en los últimos años. Son los servicios que cada ayuntamiento, comunidad autónoma o el propio estado central licitan para que ciertas empresas de diferentes sectores de actividad opten a su adjudicatura. Las grandes obras públicas, la limpieza de nuestras calles o la vigilancia privada de nuestros aeropuertos serían algunos de esos servicios que las distintas administraciones externalizan para que sean empresas privadas quienes los gestionen. Si estamos atentos a las noticias, no es raro que haya un día en que no se hable de algún caso de corrupción en este país en el que no esté implicada alguna de las empresas o consorcios que cubren estos servicios. Porque, a la hora de adjudicar estas concesiones a ciertas empresas, no siempre se tiene en cuenta la calidad del servicio que ofrecen, sino la reducción de costes y qué tipo de favores se le deben al dueño de esa empresa  o al presidente de esa compañía. 

Si un servicio te acaba costando menos externalizándolo que cubriéndolo directamente, sólo se explica de una manera: el gran perjudicado es el trabajador que va a prestar finalmente ese servicio a un precio mucho más bajo y en unas condiciones bastante más penosas. A veces sorprende que se licite un servicio a una empresa que luego incremente mucho más el coste final de ese servicio o cuyo responsable desaparezca de la noche a la mañana dejando el trabajo sin terminar y a los trabajadores sin cobrar. Desde la administración, ¿no se deberían pedir referencias de las empresas que optan a cubrir sus servicios y asegurarse de su solvencia, de la calidad de sus proyectos y de su seriedad? 

Cuando se trata de destinar una partida del dinero de todos los contribuyentes para costear una serie de servicios públicos, ¿no deberían esos políticos que, teóricamente, han recogido nuestra confianza en las urnas mostrarse mucho más precavidos? ¿O es que en lo público puede meter la mano todo el mundo y repartírselo como mejor le convenga sin rendir cuentas a nadie?


A veces tendemos a confundir lo público con lo gratuito y, a lo gratuito, acostumbramos a restarle importancia. No sospechamos hasta qué punto nos equivocamos. Porque esos servicios públicos que cada vez estamos viendo más precarizados, llevamos toda la vida pagándolos con nuestras cotizaciones y nuestros impuestos. Se merecen mucho más respeto del que les otorgamos y deberíamos ser capaces de exigirles más seriedad, más profesionalidad y más vocación de servicio a quienes se encargan de gestionarlos.

No deberíamos seguir permitiendo que unos señores y unas señoras de lo más indeseables sigan metiendo la mano en nuestra caja común con nocturnidad y alevosía, sin que nadie les pida responsabilidades y les aparte de sus cargos.

Lo que se está haciendo en España, más que política, es saqueo generalizado, porque nos está minando a todos mientras unos cuantos se erigen por encima del bien y del mal. Y, como somos animales sociales y todo lo aprendemos por imitación, no faltan en el pueblo llano quienes se miran en el espejo de esas conductas tan obscenas de esos políticos y deciden que lo gratuito es algo a lo que todos tenemos derecho, pero sin aportar nada a cambio. Son personas que pueden llevar años sin trabajar y se han acostumbrado a encadenar unos subsidios con otros, compaginándolos con los ingresos que consiguen en la economía sumergida y con las ayudas al alquiler, las bonificaciones en el recibo de la luz o las becas de comedor para los niños. Se han habituado a vivir así y, difícilmente, consentirán volver a discurrir por cauces más legales y normalizados. No podemos culparles del todo. Sólo son un mero reflejo de la sociedad tan corrupta en la que vivimos. Se aprovechan de todos y contribuyen a que haya menos recursos para repartir entre quienes de verdad se los han ganado, pero lejos de sentirse unos aprovechados, se atreven a ir de víctimas por la vida. Exactamente igual que los políticos que tenemos.

En todos los países hay muchos más mundos de los que vemos a priori. Ese mal llamado tercer mundo que suponemos sólo en los países en vías de desarrollo, también lo tenemos entre nosotros, entre personas que han llegado a nuestras costas en patera, pero también entre algunas de las nacidas aquí. Y el otro mal llamado primer mundo del que nos vanagloriamos de ser parte integrante, también está en esos países asolados por el hambre, la miseria y la guerra de las que huyen tantos. Mientras ellos salen corriendo con lo puesto, otros comercian con las balas que acaban de matar a sus hijos o que sobrevuelan sus cabezas, sin darles tregua. Esos señores de la guerra que se hacen cada día más ricos a costa de los muertos y de la destrucción de las ciudades que habitaban no son muy distintos a esos políticos nuestros que se enriquecen por momentos con cada recorte a nuestros derechos y con cada paciente que deja de respirar en una sala de espera en cualquier unidad de urgencias.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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