Pasando Página

Todos hemos vivido momentos complicados en diferentes etapas de nuestras vidas. Hemos tenido que enfrentarnos al dolor por la pérdida de seres muy queridos o a situaciones que nos han superado o incluso han estado a punto de rompernos. Hemos tenido que adaptarnos a constantes novedades que no siempre nos han recibido con los brazos abiertos y nos ha tocado lidiar con adversidades que nos han hecho dudar de nuestros credos y de nuestros afectos. Vivir no es una experiencia fácil y no está  exenta de peligros. Bien al contrario, estar vivo implica en sí mismo un importante factor de riesgo. Los vivos podemos equivocarnos, podemos caer enfermos, podemos perder lo que más queremos, podemos sufrir accidentes y podemos incluso morir. Los muertos, en cambio, ya no tienen nada que temer porque su tiempo ha caducado y ya ninguna circunstancia puede afectarles.

A veces olvidamos la frágil y temporal naturaleza de esa realidad biológica nuestra y nos engañamos a nosotros mismos creyendo que lo tenemos todo bajo control y que vamos a estar aquí para siempre. Quizá por eso cometemos el imperdonable error de malgastar nuestro preciado y finito tiempo en darle vueltas a las cosas y a los asuntos cuyo momento ya ha caducado.

¿Cuántas veces no nos sorprendemos a nosotros mismos indagando en algún episodio del pasado y preguntándonos qué habría pasado si nos hubiésemos conducido de otra manera?

¿En cuántas ocasiones no habremos lamentado aquella decisión que nos llevo de cabeza hacia el borde del abismo y no nos habremos culpado de las fatales consecuencias que se nos derivaron de ella?

¿Por qué nos cuesta tan poco dejarnos atrapar por el manto de la nostalgia, siempre tejido con hebras de culpa o de rencor?

¿Acaso podemos solucionar alguna cosa viajando al pasado y rescatando fantasmas olvidados en los cajones polvorientos de nuestra memoria?


El único tiempo que tenemos es el presente. Lo que fuimos ayer ya quedó atrás, atrapado en las horas que transcurrieron paralelas a su paso. No tiene sentido alguno maltratarnos con suposiciones inútiles acerca de lo que pudo haber sido y no fue. Si no aconteció es porque no debía hacerlo y no hay más historia que aventurar al respecto.

Es curioso lo que experimentamos cuando visionamos una película en la que se pretende narrar la biografía de algún personaje público: mientras somos testigos de la trama nos permitimos juzgar a ese personaje cada vez que le sorprendemos tomando una decisión equivocada, pero al final de la película, de repente, todo nos cuadra y hasta somos capaces de entender el sentido de la vida de esa persona. En nuestra vida particular deberíamos ser capaces de entender el sentido de ese algo que nos mueve a actuar del modo en que lo hacemos, aunque tantas veces creamos que nos equivocamos. Si somos capaces de admitir ante el espejo que nos gustamos a nosotros mismos, también deberíamos tener el coraje de no sentir remordimientos por lo que hicimos o sufrimos en el pasado. Si hoy somos lo que somos es, precisamente, gracias a lo que en otro tiempo hemos sido.

Cierto es que hay momentos en la vida que difícilmente podemos llegar a superar sin que nos queden secuelas. Las personas somos frágiles, por muchas capas de supuesto coraje bajo las que intentemos camuflarnos. Es evidente que el sufrimiento por lo que les pasa a quienes más queremos, o por lo que nosotros mismos podemos haber perdido, nos acaba moldeando y convirtiéndonos en personas más susceptibles, a la par que también más endurecidas. Los hechos nos cambian por dentro y por fuera y eso hace que cambien también nuestras relaciones con los demás. Hay quien opta por refugiarse en los brazos conocidos, mientras que otros prefieren alejarse y buscar nuevos apoyos en otras personas que no les acribillen a preguntas que no desean responder ni tampoco les muestren su perpetua lástima.

Mientras algunas personas parecen sentirse muy cómodas adaptándose al rol de víctima, muchas otras huyen de ese rol como del diablo. Teóricamente, las primeras podrían entenderse como las más débiles y las segundas como las más fuertes. Pero ambas nos dejan ver sólo la punta de su particular iceberg. Si nos sumergimos bajo la superficie en la que se mueven, las sorpresas que nos podemos encontrar pueden llegar a ser mayúsculas.

Las que van de víctimas por la vida pueden resultar, en ciertas ocasiones, personas tremendamente fuertes y bastante manipuladoras. Se aprovechan de la pena que despiertan a su alrededor para tener a todo el mundo a su merced. No dudan en utilizar herramientas tan siniestras como la culpa, el chantaje emocional o las falsas manifestacions afectivas para asegurarse la lealtad de los otros. Se anclan en el hecho del pasado que les convirtió en víctimas y no parecen nada dispuestas a moverse de ahí. Estas personas, lejos de pasar página, se instalan a vivir en ella, pretendiendo que se pare el tiempo pero insistiendo en continuar vivas, lo cual resulta una tremenda paradoja.

Las personas que huyen del desempeño del rol de víctima, pese a su determinación de mostrarse fuertes como robles ante las demás, en el fondo son muy frágiles. No exteriorizan dicha fragilidad porque se guardan todo el dolor para sí mismas. Tienden a darlo todo por los demás. Si tienen hijos, se desviven porque no les falte de nada y por asegurarles la plena cobertura de todas sus necesidades. Si tienen a otros familiares a su cargo, se volcarán en atenderles de la que consideren la mejor manera posible. Se mantendrán activas la mayor parte de la jornada, pero se dedicarán muy poco tiempo a sí mismas para evitar pensar, para no caer en la trampa que las obligue a autocompadecerse. Estas personas tampoco lograran pasar página, simplemente porque han optado por cerrar directamente el libro y tratar de huir hacia adelante, pero con una carga a cuestas que puede acabar rompiéndolas en cualquier momento.

Muchas veces hemos oído que hay que tener mucho valor para decidir quitarse la vida, pero otras muchas veces, la realidad nos enseña que hay que tener mucho más valor para decidir continuar. Cuando se llega al extremo de contemplar el suicidio como la única salida posible es muy difícil encontrar argumentos para contrarrestar esa decisión. La persona se halla en un estado que ya considera de no retorno y, por mucho que le digamos, no nos puede entender. Nada sabemos de la carga que soporta sobre sus hombros ni de las posibles distorsiones del pensamiento que pueda estar sufriendo. Simplemente la vemos y no queremos entender cómo puede valorar tan poco su propia vida. Pero es palmario que ella encontraría mil razones para ilustrar el vacío que se le antoja nuestro desconocimiento. Y vomitar todo esa angustia que se guarda para sí misma es el único antídoto que le puede acabar salvando la vida. Pero las personas no siempre se atreven a exteriorizar sus sentimientos, sus miedos, sus posibles malos entendidos, sus errores a la hora de percibir una realidad que confunden con otra. El miedo a hablar es el responsable último de muchas más muertes de las que nos podríamos llegar a imaginar.
Ilustración: Acrobatic Engineering de Rob Gonsalves.
En esta imagen la vida podría estar representada por el tren y el tiempo sería el puente. Las personas no podemos quedarnos rezagadas, sino que hemos de ir siempre por delante del tren para evitar que nos atrape. Pararnos en una de las columnas del puente más tiempo del debido o negarnos a avanzar es asegurarnos nuestra propia muerte al quedarnos petrificados.

Para avanzar con pie firme en la vida, hemos de aprender a pasar correctamente sus páginas, sin demorarnos más de lo estrictamente necesario en cada una, pero sin pasarlas por alto. Por mucho miedo que nos inspire una situación, por mucho dolor que nos provoque una herida determinada, o por mucho pudor que nos despierten nuestras lágrimas ante los demás, todos los duelos tienen derecho a tomarse su tiempo y todas las lágrimas merecen ser lloradas. Ponerle puertas con llave a las emociones es tan antinatural como pretender parar el tiempo o atrapar el cielo en una burbuja de jabón.

Somos las consecuencias de lo que fuimos en otro momento y, lo más sensato, sería que aprendiésemos a vivir con ello y nos adaptásemos a encajar bajo esa piel presente que nos envuelve y nos protege de lo que pueda estar por venir.

Las páginas de nuestro pasado ya se nos han quedado atrás y con ellas duermen los fantasmas que en su día nos atormentaron. No tienen por qué volver a despertar, a menos que seamos nosotros quienes nos aventuremos en su absurda búsqueda. Pretender vivir en el pasado o en el futuro es la mejor manera que podemos encontrar de despreciar nuestra propia vida porque, quien no vive aquí y ahora, no vive en absoluto.

 
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

Comentarios

Entradas Populares